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Desafíos para la paz en Colombia: una conversación con Alexandra D’Alleman, sobre justicia y verdad para las víctimas del conflicto armado

Créditos foto Alexandra: Angélica Díaz Ramos

Advertencia: Las opiniones expresadas en este comentario son responsabilidad de los autores y no representan necesariamente la posición institucional de International IDEA, su Consejo de Asesores o su Consejo de Estados Miembros.

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Desde la década de 1960, Colombia ha estado marcada por un conflicto armado interno que ha provocado el desplazamiento forzado de cientos de miles de personas, así como miles de casos de desaparición forzada, tortura y violencia sexual, ejerciendo un sufrimiento incalculable en la población. El conflicto armado ha enfrentado históricamente a las fuerzas armadas colombianas con grupos paramilitares de extrema derecha como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), y grupos guerrilleros de izquierda como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) además de otros grupos armados que surgieron con el tiempo. En las últimas décadas se llevaron a cabo varios esfuerzos para lograr la paz, con resultados parciales. En 2005 se firmó un acuerdo con las AUC, y en 2016, se alcanzó un acuerdo con las FARC, el mayor actor armado del país. En 2022, el presidente Gustavo Petro lanzó su política de “Paz Total”, que busca una solución definitiva al conflicto mediante el diálogo con todos los actores. Hasta ahora, el proceso ha tenido varios retrocesos y algunos avances como seria el reciente acuerdo de desarme del grupo armado conocido como “Comuneros del sur”.

Lograr una paz sostenible es clave para mejorar la calidad democrática, ya que una democracia solo prospera en una sociedad activa, comprometida y libre de conflicto armado. Esto no solo se debe a que los conflictos armados dificultan el funcionamiento adecuado de las instituciones democráticas, socavando el acceso a la justicia y desafiando el monopolio legítimo del uso de la fuerza por parte del Estado a través de sus instituciones de seguridad. También porque conflictos como este producen violaciones sistemáticas de derechos humanos, generan inseguridad y desconfianza por parte de la población—tanto hacia sus conciudadanos como hacia las instituciones públicas—y perpetúan desigualdades estructurales que impiden a las personas llevar una vida digna. En este sentido, la necesidad de paz en Colombia va más allá de simplemente poner fin a las acciones de los grupos armados actualmente activos. También implica abordar las injusticias e inequidades históricas que han alimentado el conflicto y que continúan obstaculizando la construcción de una paz sostenible y una democracia floreciente.

Para poder indagar en la complejidad del escenario actual y comprender mejor la perspectiva de las víctimas, hablamos con Alexandra d’Alleman, investigadora colombiana con una amplia trayectoria en el trabajo sobre el conflicto armado en Colombia, particularmente en la región de Arauca. Allí coordinó la labor de la Comisión de la Verdad, surgida de los acuerdos de paz con las FARC para garantizar la verdad, justicia, reparación y no repetición. También ha trabajado con el Secretariado Nacional de Pastoral Social, la Misión de Observación Electoral en Arauca, y más recientemente con Civil Rights Defenders en la publicación ‘Frontera Común’, centrada en las mujeres en el territorio en el contexto del conflicto armado. Además, colaboró con la Unidad para las Víctimas en Bogotá en procesos de verdad y justicia restaurativa.

Como alguien que ha trabajado de cerca con víctimas del conflicto armado interno, ¿qué rol tienen el acceso a la justicia y la verdad en la construcción de la paz y una democracia sostenible? ¿Qué desafíos y aprendizajes destacas de tu trabajo con víctimas?

En Colombia los procesos de verdad y justicia han pasado por muchas transformaciones a lo largo de los años que nos han dejado importantes aprendizajes. Por ejemplo, la Ley de Justicia y Paz que nació en el 2005, trabajó con la verdad con una perspectiva judicial mediante audiencias con los responsables. Durante las mismas las víctimas eran expuestas a una verdad descriptiva de los crímenes cometidos que terminó exacerbando profundamente su dolor. Estas verdades nos permitieron saber más sobre cómo fueron los crímenes, sobre ciertos aspectos del funcionamiento de las organizaciones armadas y sobre cómo murieron los familiares de las víctimas, pero no hubo un porqué de los hechos. Esto, en términos de relacionamiento con la gente, fue un fracaso completo. Dentro de las sentencias hubo algunas explicaciones más estructurales, pero muchas víctimas no las entendieron o no tuvieron acceso a ellas. Hubo así una falla en comunicar estas verdades de forma comprensible, sin lenguaje legal o técnico. Por eso digo que los procesos de verdad juegan un papel muy importante, pero si no se saben hacer correctamente, estos pueden generar aún más fractura y dolor en las víctimas. Y esto pasó con la ley de Justicia y Paz. 

Por otro lado, con el acuerdo final firmado en 2016 con las FARC, la verdad se abordó desde dos frentes: la verdad judicial que es la de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), y una verdad con otro enfoque a partir de la labor de la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda. En este caso, se desarrollaron nuevas formas y metodologías que permitieron comprender la verdad de manera más colectiva, y explorar las causas profundas de la violencia, más allá de lo individual. No digo que todo haya sido perfecto, pero fue clave comenzar a entender la verdad como un proceso y no solo como un fin. Uno de los grandes desafíos que yo identifico actualmente en estos procesos es que tenemos un sistema que no ha sido capaz de hacer una reparación integral a sus víctimas. Para poder hablar de lo simbólico, y de lo restaurativo deberíamos tener víctimas con garantías de derechos ya asegurados. Pero este no es el caso. Las víctimas en este país siguen pasando hambre, siguen sufriendo la pobreza y es imposible hablarle de perdón a una víctima en esas circunstancias. Hablar de la verdad en medio de este tipo de escenarios es un gran reto. Sin embargo, es vital seguir haciéndolo. 

A veces veo que tenemos afán por alcanzar la verdad. Sin embargo, para que existan procesos de paz duraderos y efectivos, la verdad y la justicia restaurativa deben ser un eje central. Para que haya reconciliación en los territorios, debe existir empatía, lo cual implica un encuentro real entre las personas, y eso toma tiempo; no es un proceso lineal ni sencillo. Por último, creo que un aprendizaje importante —y frecuentemente pasado por alto— es el valor de la dimensión pedagógica de los procesos de paz, así como la importancia de reflexionar sobre cómo producir y comunicar los hallazgos en formatos y medios accesibles para toda la población, y no solo para una minoría de académicos y profesionales.

¿Cuáles son en tu opinión algunos de los legados del conflicto armado y qué aspectos consideras que hay que tener en cuenta mirando hacia el futuro?

Uno de los legados más dolorosos que ha dejado el conflicto armado es la ruptura del tejido social y de las relaciones tanto entre las organizaciones de la sociedad civil como entre el Estado y las comunidades. Este legado es profundo y relevante: cuando las personas no confían en sus vecinos, en su comunidad o en el gobierno —porque no saben a qué sector pertenecen, a quién responden o qué peligro pueden representar— terminan viviendo en aislamiento, con miedo y desconfianza. Esto genera que cada vez haya menos solidaridad entre la gente. Otro legado que deja el conflicto armado es la pérdida del valor de la vida y la naturalización del conflicto en nuestro día a día. 

Otro legado importante del conflicto armado es su profundo impacto en la vida emocional, mental y física de hombres y mujeres en los territorios, quienes enfrentan múltiples condiciones de salud no tratadas que se agravan con el tiempo. Existen índices altísimos de depresión, ansiedad, insomnio crónico y diversas enfermedades. Considerando cuántos años lleva este conflicto, muchas personas han acumulado experiencias victimizantes y han perdido a varios familiares. ¿Cómo se puede cerrar una herida tan profunda sin un acompañamiento adecuado? En este sentido, un acompañamiento psicosocial hacia las víctimas del conflicto se torna cada día más fundamental. Asimismo, otro legado del conflicto es la desconfianza y sensación de inseguridad que muchas comunidades sienten hacia el Estado. Cuando las FARC firmaron el acuerdo de paz y se desmovilizaron, mucha gente tenía miedo y se preguntaba: “¿Y ahora quién nos va a cuidar?”. El miedo era el de quedar en manos de un Estado que los había olvidado históricamente y sin nadie que los protegiera. Para la gente que vive en territorios en conflicto, el Estado es parte de quienes les ha violentado, agredido y olvidado, que solo aparece cuando le conviene y que no garantiza inversión ni derechos. 

Existe así una fractura en ese relacionamiento con el Estado que las organizaciones armadas han sabido aprovechar. Los actores armados son ordenadores de sentido: son los que ordenan el territorio, proveen las normas y los que definen los medios para solucionar los conflictos. Aunque estas normas no sean las más adecuadas o efectivas, son las maneras en que históricamente se mantuvo el orden en el territorio. Si nosotros retiramos estos sistemas de ordenamiento que han regido a estas comunidades, ¿qué vamos a ofrecer a cambio para que la gente se sienta segura, acompañada y vuelva a creer en la institucionalidad? Recuperar la confianza en el Estado es así uno de los grandes desafíos para una paz duradera.

¿Cómo ves el actual proceso de Paz impulsado por el actual gobierno y cuáles son algunas de sus dificultades? 

La apuesta por la Paz total es un ejercicio bien interesante y que tuvo muy buenas intenciones. Pero creo que al gobierno le faltó un poco más de tecnicidad en el proceso y de comprender los territorios, así como de poder entender cuál es la guerrilla y grupos con los que estaban negociando. Es importante, sin embargo, remarcar que para que en 2016 se pudiera firmar la paz con las FARC, fue necesario que se dieran múltiples condiciones que facilitaron el diálogo y motivaron a esa organización a dejar las armas. Además, alcanzar ese punto tomó ocho años. Las dinámicas actuales con una organización como el ELN son bastante distintas. Como mencioné anteriormente, los procesos de paz, así como los procesos de verdad y justicia restaurativa, requieren tiempo, y creo que a veces tenemos una mirada demasiado apresurada sobre ellos. En definitiva, lo que quiero señalar es que, apenas dos años después de su inicio, no podemos pretender evaluar si este proceso de paz ha sido exitoso o fallido, especialmente cuando venimos de sesenta años de conflicto.

¿Qué piensas que se debería priorizar hacia el futuro en este proceso?

Este es un conflicto que permea todos los ámbitos de nuestra sociedad, y por lo tanto, el diálogo no puede limitarse a los actores armados. Es necesario llegar a los territorios, hablar con la gente, movilizar a las comunidades, vincularlas apoyándose en las mujeres, que son quienes históricamente han construido paz. 
Históricamente, el conflicto nos ha dejado dolor, rabia y sed de venganza.

Es necesario empezar a reconstruir las comunidades y recuperar el “vivir sabroso” del que habla Francia Márquez. Además, debemos comenzar a construir confianza en el Estado, para verlo como un verdadero garante de derechos. También es fundamental hablar más de paz, no solo como un concepto académico, sino desde las experiencias reales de los territorios, apoyando y fortaleciendo los liderazgos que trabajan por la paz en las comunidades.

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About the author

Daniela Dominguez
Research Assistant, Democracy Assessment
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