
Criminalidad y Democracia en América Latina
Que el crimen organizado ha sido parte de la realidad política de América Latina desde hace mucho tiempo es indiscutible. La penetración del narcotráfico en las campañas electorales en México y Colombia está documentada desde la década de 1970, cuando menos. No solo ahí. Quien esto escribe, recuerda bien la ominosa presencia del multimillonario financista Robert Vesco, prófugo de la justicia estadounidense, en el aparente remanso político que era la Costa Rica de hace medio siglo. Vesco, posteriormente vinculado al narcotráfico internacional, contó con protección política al más alto nivel y de un notable poder que le permitió incluso modificar la legislación costarricense para impedir su propia extradición. Por excepcional, la influencia de Vesco fue objeto de un agitado debate nacional que acabó con su expulsión del país centroamericano algunos años más tarde.
Lo que hace medio siglo era inusual y relativamente circunscrito geográficamente a la región, ya no lo es. El crimen organizado –que es, por cierto, más que el narcotráfico—se ha convertido en una parte central del tejido social, económico y político latinoamericano. Se trata de un factor omnipresente, con múltiples ramificaciones y posiblemente sin paralelo en el mundo. El proceso de construcción de la democracia en América Latina en las últimas cuatro décadas ha coexistido con la imparable propagación de las economías ilícitas. Es imposible, por ello, entender la peripecia de la democracia y sus crisis recientes sin hacer referencia al crimen organizado.
Son numerosas las formas en que el crimen organizado moldea hoy la experiencia democrática latinoamericana. Tres de ellas merecen particular atención. La primera y más evidente a es la violencia criminal endémica, que desde siempre ha acompañado a de la región, pero que el narcotráfico ha intensificado inmensamente. Como se sabe, América Latina alberga el ocho por ciento de la población del mundo, y concentra una tercera parte de los homicidios dolosos, muchos de ellos ligados al tráfico de estupefacientes. En esta trágica historia se condensan numerosas patologías sociales y económicas, al tiempo que se denota la profunda debilidad del Estado de derecho. Esa realidad de violencia alimenta la profunda desconfianza de la ciudadanía respecto de la capacidad del Estado para proteger sus derechos más fundamentales y refuerza la atracción persistente e por discursos autoritarios, siempre latentes en América Latina. El ejemplo del presidente de El Salvador, Nayib Bukele —una figura política cuya alta popularidad solo es superada por su desdén hacia los principios cardinales del Estado de derecho—, así lo demuestra.
Si la violencia criminal es una grave distorsión en la vida democrática latinoamericana, también lo son la corrupción y los fenómenos de captura del Estado que desde siempre genera el crimen organizado, cuyo impacto negativo en la legitimidad democrática es incalculable. En sociedades altamente desiguales, la captura de instituciones políticas y el desplazamiento del interés público por estrechos intereses corporativos constituyen una permanente preocupación. Sin embargo, esta inquietud alcanza niveles superlativos en América Latina, donde, junto a de los sectores empresariales legítimos operan poderosos actores económicos ilícitos dotados de una inusual capacidad de cooptación y coerción. Este peligro de captura institucional por parte de organizaciones criminales existe en todas las esferas políticas, pero sobre todo a nivel local, invariablemente el eslabón más débil, más expuesto y menos sujeto a controles de la política. En este contexto, para empezar, el financiamiento de la actividad política y su regulación adquieren una urgencia considerable, que la proliferación de inefectivas reformas legales en la región ha sido incapaz de satisfacer.
La tercera consecuencia política del crimen organizado es acaso la más fundamental, porque va más allá de la salud democrática e involucra un problema elemental de viabilidad del institucional. La presencia creciente del crimen organizado refleja la crónica debilidad del Estado y del imperio de la ley, pero también constituye un factor poderoso en su perpetuación. Hay en nuestra región territorios alejados, pero también barrios en el corazón de las grandes urbes, donde los mandatos institucionales do no rigen ni operan. En esos ámbitos, el actor que vertebra toda la vida social, provee servicios, concita obediencias y lealtades, impone orden y ejerce una violencia cuasi legítima no es otro que el crimen organizado. Esta es la manifestación más extrema de las “democracias de baja intensidad” de las que hablaba el politólogo argentino Guillermo O’Donnell, que al día de hoy continúan poblando el paisaje político latinoamericano. Las severas implicaciones políticas de este fenómeno saltan a la vista. Entre ella destaca una comprobación alarmante: al estar profundamente imbricado en el tejido social, el crimen organizado ha dejado de ser un tumor que puede ser extirpado para convertirse, más bien, en una infección generalizada del cuerpo social, a la que un Estado menguado en sus poderes más básicos o —cooptado por el propio agente infeccioso— difícilmente puede enfrentar con éxito.
A todo esto y más se refiere este oportuno texto que me honra prologar, escrito por Juan Pablo Luna y Andreas Feldmann. Las páginas que siguen son un intento por introducir claridad conceptual y empírica en el urgente debate sobre el efecto que la presencia del crimen organizado tiene sobre la vida democrática en América Latina. La “política criminalizada”, que los autores diseccionan con maestría, es el vertedero de todas las debilidades y asignaturas pendientes de nuestros pactos sociales, aún incapaces de sustentar un Estado que garantice el acceso de todas las personas a sus derechos fundamentales y que, al mismo tiempo, proteja el imperio de la ley, con firmeza, pero sin favoritismos ni impunidad. No hay, me parece, una discusión más relevante para quien le importe el futuro de la democracia en la región.
Es este un texto informado y riguroso, que a partir de un detallado análisis de los principales efectos políticos del crimen organizado, se atreve a proponer una serie de recomendaciones para enfrentar las causas estructurales del fenómeno, mitigar sus peores efectos y proteger, con ello, los sistemas democráticos. Al hacer eso, su contribución al debate es mucho más oportuna que la que ya de por sí se deriva de su aguda indagación del fenómeno. Pocas tareas son más urgentes en la América Latina de hoy que la de ayudar a las fuerzas comprometidas con la democracia y los derechos humanos a generar una agenda efectiva de política pública para enfrentar los desafíos de la inseguridad ciudadana y la presencia del crimen organizado. Una agenda efectiva es la que, sin dejar de atender los problemas estructurales que subyacen a la pulsión violenta de Latinoamérica, sea capaz de generar un impacto positivo e inmediato en la seguridad de las personas. En ausencia de esa agenda, los cantos de sirena del populismo represivo se tornarán irresistibles y, con ellos, la deriva autoritaria que hoy acecha a muchos países de la región y más allá.
Para IDEA Internacional es un orgullo publicar este trabajo, como una forma de estimular una conversación impostergable en América Latina y también como una forma de decir que, por imperfecto que sea, debemos proteger a toda costa el camino democrático recorrido, de las graves amenazas que hoy pueden obturarlo. Y ninguna amenaza es más seria que el crimen organizado.
Estocolmo, 21 de octubre de 2025
Dr. Kevin Casas Zamora
Secretario General, IDEA Internacional
En la última década América Latina ha experimentado una expansión acelerada de la presencia del crimen organizado, un fenómeno que dejó de concentrarse en algunas zonas o países para extender su impacto a toda la región y afectar a todo tipo de democracias, tanto aquellas con Estados de derecho frágiles como otras con instituciones más sólidas, como Chile, Costa Rica y Uruguay. Esta tendencia regional plantea serios desafíos a los procesos electorales, al Estado de derecho y a la gobernabilidad democrática.
La criminalidad actual no se limita al narcotráfico ni a estructuras organizadas tradicionales como carteles transnacionales. Se trata de redes flexibles y adaptativas que operan en múltiples mercados ilícitos en constante diversificación: desde el tráfico de personas y armas hasta el contrabando de madera, minería ilegal, la corrupción y el cibercrimen. Tanto organizaciones locales, con pocas conexiones internacionales, como grandes conglomerados integrados horizontal y verticalmente han desarrollado un poder económico y coercitivo que compite con el del Estado, socavando su capacidad de acción e incidiendo de forma directa en la política y las instituciones democráticas.
El documento que presentamos, elaborado por los reconocidos expertos e investigadores Juan Pablo Luna (Universidad McGill) y Andreas Feldmann (Universidad de Chicago), propone un marco analítico para comprender cómo el crimen organizado influye en el funcionamiento de las democracias. A través del concepto de “política criminalizada”, se analiza el complejo entrelazamiento entre operadores criminales, agentes del Estado y actores políticos. Una de sus expresiones es la captura de políticas públicas por representantes que, a pesar de haber sido electos democráticamente, promueven intereses criminales, así como la consolidación de esquemas de gobernanza criminal en territorios donde el Estado es débil o corrupto. En estos espacios, las organizaciones criminales sustituyen o complementan las funciones estatales, proveyendo bienes públicos como seguridad, justicia y servicios básicos.
La política criminalizada está en un período de expansión. El estudio destaca que más de 100 millones de personas viven bajo esquemas de gobernanza criminal en América Latina (Uribe et al., 2025). Esta presencia constante en la vida cotidiana de algunos países también se refleja en su penetración en las actividades económicas. Así, se estima que la economía ilegal e informal representan más del 20 por ciento del PIB en América Latina, acentuando la fragilidad estructural de los Estados y su capacidad para brindar a la población vías paralelas a las que ofrecen los actores criminales.
Ahora bien, la mera presencia territorial de bandas criminales no siempre se traduce en gobernanza criminal y viceversa. Algunos países presentan altos niveles en ambos indicadores, mientras que otros muestran una amplia actividad criminal sin estructuras estables de control territorial que permitan una gobernanza consolidada. Esta distinción es clave para entender la variedad de impactos que el crimen organizado está teniendo hoy en las democracias latinoamericanas.
La gobernanza criminal y los altos grados de violencia pueden parecer afines, pero muchas veces no van de la mano. Por esto, las tasas de homicidio y encarcelamiento ofrecen indicadores ambiguos sobre la influencia de los actores criminales. Algunos países pueden reducir sus tasas de homicidio sin que ello implique necesariamente una disminución del crimen. Tales declives podrían reflejar, en su lugar, la efectividad del control territorial de una banda dominante o pactos de protección más estables entre organizaciones criminales y autoridades estatales. Por otro lado, las políticas de encarcelamiento masivo también pueden ser contraproducentes. Muchas cárceles han funcionado como incubadoras de poderosas bandas criminales, como demuestra el nacimiento del Comando Vermelho en Brasil o el Tren de Aragua en Venezuela. Con la publicación de este informe, IDEA Internacional busca visibilizar la preocupante influencia negativa de la criminalidad sobre la democracia. Por eso se aborda el impacto de las economías ilegales y el crimen organizado en materias de seguridad y violencia en la región, pero también se va más allá, en línea con nuestro más reciente informe sobre el Estado de la Democracia en el mundo, observando las múltiples formas en que estos fenómenos están debilitando los Estados, erosionando el Estado de derecho y limitando el ejercicio de derechos fundamentales.
La criminalidad vulnera el derecho básico de las personas a la integridad física y a vivir una vida segura y próspera, y en el proceso, genera las condiciones para el surgimiento de narrativas extremas que prometen soluciones simplistas a problemas complejos, centradas exclusivamente en la penalización. Así, hoy los debates públicos, las narrativas sociales y las disputas electorales están cruzadas por una falsa y peligrosa dicotomía entre seguridad y democracia, donde las dificultades para abordar la multidimensionalidad del crimen organizado suelen reducirse, en el discurso, a la falta de voluntad de los adversarios.
En este contexto, el informe que presentamos concluye con un conjunto de recomendaciones elaboradas desde la Oficina para América Latina y el Caribe de IDEA Internacional, incluyendo propuestas de estrategias, enfoques y medidas específicas para fortalecer las capacidades institucionales de los Estados y los actores políticos en materia de transparencia, rendición de cuentas y participación ciudadana. Se destaca como esencial el mejoramiento de los sistemas de justicia y seguridad, garantizar la protección de actores y procesos políticos frente a la violencia criminal y el financiamiento ilegal, así como fomentar la cooperación regional a través del multilateralismo para enfrentar el carácter transnacional del crimen organizado. Asimismo, desde IDEA subrayamos la importancia de generar evidencia confiable que permita monitorear la gobernanza criminal y su impacto sobre los Estados y en la democracia, así como promover políticas públicas que respondan a las realidades locales y fortalezcan la resiliencia democrática en la región.
El llamado es a construir nuevas narrativas de combate a la inseguridad desde un paradigma y compromiso con los derechos humanos, el Estado de derecho y la estabilidad democrática.
En la última década, la expansión del crimen organizado se ha convertido en una de las principales amenazas para los Estados latinoamericanos y sus democracias (Feldmann y Luna, 2023; Davis, 2018; Arias y Goldstein, 2010; Albarracín y Barnes, 2020; Corrales y Freeman, 2024). Si en el pasado pensábamos que este problema impactaba solo a estados débiles, con poca capacidad de proyectar su autoridad y presencia en amplias zonas de sus territorios, hoy está claro que también genera graves problemas entre los más fuertes de la región, como Costa Rica, Chile y Uruguay. El incremento de la influencia perniciosa del crimen organizado sobre las sociedades es una tendencia generalizada que incluso se ha extendido a naciones desarrolladas con Estados de bienestar fuertes —como Bélgica, Francia, los Países Bajos y Suecia, entre otros—, las cuales enfrentan niveles de violencia criminal sin precedentes1. Esta dinámica refleja una tendencia global en términos del impacto que tienen los grupos criminales sobre la violencia organizada (Davies et al., 2024). En este contexto, resulta relevante entender mejor el impacto que ocasiona el fortalecimiento de la criminalidad —y, en particular, del crimen organizado—, sobre la institucionalidad democrática.
Para comprender las implicancias de esta relación es necesario enfatizar la importancia de pensar en el crimen organizado y los mercados ilegales de manera amplia. En ese sentido, existe una cierta tendencia a relacionar el crimen organizado exclusivamente con el narcotráfico. La mayoría de los estudios sobre la materia se centran en el rol y el impacto de las organizaciones vinculadas a esta industria. Por otro lado, cuando pensamos en narcotráfico, tendemos a centrar la atención en las poderosas organizaciones mexicanas, brasileñas o colombianas, que controlan toda la cadena de valor del negocio. Es decir, imaginamos una sola organización integrada verticalmente, que produce, distribuye, vende localmente, exporta y lava dinero. Sin embargo, la realidad del crimen organizado es muy distinta: se trata de un fenómeno que abarca múltiples actividades llevadas a cabo por organizaciones con distintos grados de sofisticación. Estas varían rápidamente y se adaptan a nuevas oportunidades y a las ventajas comparativas que ofrecen los distintos contextos para el desarrollo de economías locales. Dicha complejidad, además, se refleja en la impresionante diversificación del portafolio de negocios de dichas organizaciones y en la dimensión transnacional de varios de los mercados ilegales más lucrativos (ver Albanese, 2019; Bergman, 2018).
Dado su enorme poder económico y coercitivo, las organizaciones criminales ejercen una influencia significativa sobre diversos ámbitos sociales, económicos y políticos, que incluyen a la institucionalidad democrática. En esta investigación nos enfocamos en aspectos específicos vinculados con el impacto del crimen organizado en el sistema político. Proponemos un esquema para pensar cómo exactamente estos grupos ejercen influencia sobre dicho sistema. En nuestro análisis discutimos diferentes dimensiones de esta pregunta. Entre ellas, el rol que tienen en la dimensión electoral, donde destacamos cómo influyen en la selección de candidaturas a cargos de elección popular y el amedrentamiento de candidatos o potenciales candidatos (y eventualmente, la eliminación física de candidatos cuyos perfiles amenazan los intereses de actores ilegales). También, examinamos cómo dichos grupos criminales o inciden a través del financiamiento de campañas electorales de candidatos afines a sus intereses.
El trabajo, asimismo, analiza cómo las organizaciones influyen sobre la formulación e implementación de políticas públicas. Mostramos como actores asociados al crimen organizado utilizan candidatos electos para promover políticas afines a sus intereses y cómo corrompen o amenazan autoridades electas, sobre todo en áreas con una presencia estatal débil o comprometida. Otro mecanismo asociado a esquemas criminales que impacta en la implementación efectiva de políticas públicas —y, por tanto, afecta negativamente a la calidad de la democracia—, es la emergencia y consolidación de esquemas de gobernanza criminal. Estos se manifiestan en áreas donde el poder es ejercido directamente por organizaciones criminales o bien en territorios donde un Estado impotente o corrupto delega parte del poder coercitivo a grupos del crimen organizado.
Para abordar estas dinámicas caracterizadas por la complejidad y la opacidad, es necesario entender la interacción entre la anatomía del mundo criminal en cada país —tanto a nivel agregado como local— y las características de su sistema político-institucional. Dicha interacción es muy dinámica. En función de ello, desarrollamos un estudio exploratorio sustentado en hipótesis teóricamente informadas, cuyo ajuste empírico requiere seguir calibrándose mediante la creación de un sistema de indicadores idóneos. Dicho sistema permitirá profundizar el análisis comparativo, estático y dinámico, de los vínculos entre criminalidad y política, sobre todo en lo que concierne a la institucionalidad democrática.
El trabajo se organiza en tres secciones. La primera sección provee un contexto inicial sobre la evolución de la influencia criminal en las sociedades latinoamericanas. Analiza elementos que incluyen la violencia, la expansión de economías ilegales, la consolidación de esquemas de gobernanza criminal, la situación carcelaria y la corrupción, como factores fundamentales para entender el complejo y delicado momento que vive la región. Hacia el final de la sección, los países se agrupan según la configuración observada en los indicadores analizados. La segunda parte, y apoyándose tanto en la descripción del contexto actual como en el trabajo de los autores Feldmann y Luna (2022, 2023), desarrolla una descripción analítica del modus operandi del crimen organizado. Este se centra en la interacción con actores políticos y agentes estatales en el marco de un régimen político democrático. En el ámbito de este esfuerzo analítico presentamos la noción de “política criminal”. La tercera sección examina con mayor detalle cómo varias manifestaciones del fenómeno criminal impactan la institucionalidad democrática. Asimismo, formaliza una tipología de interacciones entre el crimen organizado y actores políticos, y deriva una narrativa comparativa de los casos analizados. Finalmente, la conclusión examina las implicancias relevantes para el futuro de la democracia y la gobernabilidad en América Latina.
América Latina atraviesa una situación extremadamente grave en materia de seguridad y orden público, provocada por la espiral de violencia de las organizaciones criminales. La influencia y poder de diversos grupos, en particular de crimen organizado, se ha extendido y profundizado gradualmente como resultado de un proceso complejo derivado de varios factores. Estos son: (i) la precarización de las economías y el crecimiento del sector informal, incluida la economía ilícita caracterizada por altos niveles de rentabilidad que se nutre de mercados globales y (ii) el deterioro y debilitamiento de las instituciones y capacidades estatales. Este contexto ha posibilitado el fortalecimiento y surgimiento de diversas organizaciones criminales. Muchas de ellas, con altos niveles de sofisticación, poder de fuego y capacidad logística, desafían el monopolio de la violencia legítima y erosionan tanto el poder como la legitimidad de los Estados (Ardiles, 2024).
La región cuenta con varios de los grupos criminales más poderosos del mundo. En Brasil, el Primero Comando de la Capital (PCC) controla el sistema penitenciario del estado de San Pablo y varias zonas de su capital. Su poder se ha extendido al resto de Brasil y a algunos países en Sudamérica (Insight Crime, 2022; Feltran, 2020). Su principal rival, el Comando Vermelho (CV), con base en el estado de Rio de Janeiro, también ejerce una importante influencia y control de los presidios y barrios marginales en varias urbes del estado. En Colombia, por su parte, las organizaciones criminales que surgieron tras la desintegración de los grandes carteles de la droga (Cali, Medellín y el Valle) y antiguas estructuras paramilitares, incluyendo el Clan del Golfo, así como grupos guerrilleros, tales como el Ejército Nacional de Liberación (ELN) y las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP)2 han incursionado en actividades criminales, ejercen un poder significativo sobre la población y coartan las funciones del Estado en algunas partes del país. Algo similar ocurre en México donde poderosas organizaciones originalmente vinculadas al narcotráfico, como el Cartel de Sinaloa, el Cartel Jalisco Nueva Generación o el Cartel del Golfo, entre muchas otras, ejercen un férreo control territorial sobre diversas zonas urbanas, semiurbanas y rurales del país. Ese control no solo se traduce en operaciones directamente ligadas a mercados ilegales, sino también en actividades legales que dominan directamente o mediante la imposición de múltiples esquemas de extorsión. En este panorama regional, el Tren de Aragua —una banda carcelaria originaria de Venezuela, pero con actividad relevante en países como Perú y Chile—, junto con grupos ecuatorianos como Los Latin Kings, Los Choneros, Los Lobos, Los Tiguerones y Los Lagartos, que estructuran alianzas con grupos de crimen organizado internacional —desde carteles mexicanos hasta mafias albanesas y calabresas—, también han ganado notoriedad e influencia en la última década. Fenómenos similares se observan con diferentes grados de intensidad en el resto de los países de la región donde la eclosión de las organizaciones criminales es alarmante (ver anexo 1).
Las dinámicas criminales en Latinoamérica evolucionan constantemente y de manera vertiginosa. Como resultado, en los últimos años observamos cambios muy relevantes (Dammert y Sampó, 2025; Giménez et al., 2025). En primer lugar, existe una importante atomización de las estructuras criminales (Koonings y Kruijt, 2023). Esto es el producto de la constante fragmentación en dichas estructuras criminales, provocadas por una combinación de factores como divisiones internas, presión de organizaciones rivales que incentivan a los miembros a desertar, además de los efectos no deseados de las operaciones llevadas a cabo por organismos de seguridad (Ríos, 2013; Phillips, 2015; Durán-Martínez, 2018). Dicha dinámica ha redundado en la aparición de cientos de organizaciones de menor envergadura, por lo general muy violentas, que buscan preeminencia en mercados inestables y saturados3.
En segundo orden, las organizaciones criminales han diversificado su portafolio de negocios más allá del mercado de la droga e incursionado en un sinnúmero de áreas licitas e ilícitas. Entre ellas, se encuentran el contrabando, la falsificación de productos —incluidas las medicinas—, y la explotación de recursos naturales como la madera y la minería, actividades que afectan la sustentabilidad de ecosistemas sensibles, al tiempo que generan el desplazamiento y la vulneración de derechos. Asimismo, destacan el tráfico de personas, armas y especies protegidas, así como la multiplicación de esquemas delictivos —entre ellos la extorsión, el secuestro y el cibercrimen— (Bergman, 2018)4. Ya en 2009, la Oficina de las Naciones Unidas para el Combate de la Droga y el Crimen (UNODC) estimaba que los mercados ilegales operados por el crimen organizado trasnacional representaban el 1,5 por ciento del PBI global, así como el equivalente al 7 por ciento del total del comercio de mercaderías a nivel mundial. En tercer lugar, se observa una creciente propensión al anonimato de los principales liderazgos de las organizaciones criminales, con el objetivo de maximizar la protección y burlar la vigilancia estatal (Paúl, 2024).
Desde hace ya varias décadas, América Latina y el Caribe se ha transformado en la región con las mayores tasas de homicidio en el mundo (Koonings y Kruijt, 2023; Vilalta, 2020; Cavalari, Manjarrés y Newton, 2025), aunque, como discutimos a continuación, las tendencias a través del tiempo son heterogéneas entre los países. Respecto a esto último, cabe realizar dos aclaraciones adicionales. Por un lado, existe una fuerte variación subnacional en las tasas de homicidio, cuya magnitud no es posible visualizar a partir de los datos de que disponemos (los que se encuentran agregados a nivel nacional). Por otro lado, también es relevante entender que la criminalidad organizada no necesariamente induce a mayores niveles de homicidio. En realidad, el negocio criminal funciona mejor en ausencia de violencia visible, cuya manifestación más clara la representan los homicidios (Feldmann y Luna, 2023).
Más allá de estas limitaciones, es posible argumentar que si bien en los últimos años los asesinatos han disminuido en la mayoría de los países históricamente más violentos (Colombia, México, Brasil, El Salvador, Guatemala, Nicaragua y Venezuela), casi toda Latinoamérica muestra altas tasas de homicidio. Cabe anotar que El Salvador registra la tendencia más fuerte a la baja cuando se consideran los países históricamente más violentos de esta zona.
Por el contrario, Ecuador registra la tendencia inversa, ya que ha aumentado muy significativamente su tasa de homicidio en los años recientes. Al mismo tiempo, países con tasas de homicidio históricamente moderadas han experimentado un incremento en los últimos años (Costa Rica, Chile y Uruguay). No obstante, este último grupo de países, así como Perú, Paraguay y Bolivia, registran bajas tasas de homicidio en términos comparativos. Más allá de estas tendencias comparativas, es importante señalar el carácter estructural de la violencia que aqueja a la región. En otras palabras, independientemente de variaciones contingentes a través del tiempo, la violencia persiste en el tiempo y muestra condiciones estructurales (Vilalta, 2020). Esto incluye, por cierto, los altos niveles de violencia de género y femicidios en muchos países, siendo Honduras y República Dominicana quienes lideran esta trágica cifra (con tasas de 7,4 y 2,4 femicidios cada 100.000 mujeres). En otras palabras, en la zona de estudio la violencia criminal es crónica y, en algunos contextos, su intensidad se asemeja a las condiciones de un conflicto armado interno. Lessing (2015) describe estos contextos como guerras criminales que define como conflagraciones en las que grupos buscan constreñir y coartar la capacidad del Estado para interferir en sus operaciones. Los ejemplos de Colombia en los años ochenta y los noventa, de México en los dos mil y de Ecuador, Haití y Brasil en la actualidad constituyen las manifestaciones más claras de este tipo de fenómeno. En ambos casos, en reacción a políticas estatales de “mano dura” (la amenaza de extradición de los capos en el caso colombiano y la “guerra a las drogas” declarada por el presidente Calderón en México), las organizaciones criminales desplegaron una ola de violencia contra autoridades políticas y agentes estatales.
Por otro lado, es importante reiterar que la baja de homicidios registrada en los últimos años en varios países no necesariamente supone una reducción del crimen organizado. Por el contrario, dicha tendencia podría estar indicando la consolidación de pactos de protección más efectivos y estables entre el crimen organizado, las autoridades políticas y los agentes del Estado (ver Feltran, 2020). Los gráficos 1 y 2 presentan las tendencias anotadas en dos formatos que facilitan visualizar, por un lado, la evolución de las tasas absolutas (diferencias entre países respecto a la magnitud de la problemática) y, por otro lado, la dirección del cambio respecto a la línea de base inicial.
Ambas estimaciones son relevantes respecto a la problemática que nos interesa analizar en este trabajo. A modo de ejemplo, el caso de Chile registra muy bajas tasas de homicidio a nivel comparativo, lo que implica que el problema criminal en el país es objetivamente menor que el que enfrentan países como México, Brasil o incluso Costa Rica y Uruguay. No obstante, el aumento reciente de los homicidios —en un contexto históricamente caracterizado por tasas muy bajas— resulta políticamente “explosivo” a nivel de opinión pública y del liderazgo político, generando una brecha relevante entre “temperatura” y “sensación térmica” que posee impactos institucionales. En dicho sentido, durante los primeros dos años de gobierno del presidente Boric, Chile aprobó o publicó cerca de cien disposiciones legales de carácter “punitivista”5. Mientras que el gráfico 1 presenta los datos de la UNODC, para los que existe una serie de tiempo más extensa, el gráfico 2 presenta las estimaciones de InSight Crime, un consorcio de periodismo investigativo especializado en criminalidad. Para este, la construcción de indicadores aportados por los países tiene en cuenta un análisis más detallado de la calidad de los mismos, así como de la problemática específicamente latinoamericana (UNODC reporta estadísticas criminales para un número mucho mayor de países).

Gráfico 2. Evolución de los homicidios por país (2017-2024)

Gobernanza criminal y presencia de bandas de crimen organizado en el territorio
Como corolario del poder que han amasado las organizaciones criminales de la región, se han extendido esquemas de lo que la literatura académica ha denominado gobernanza criminal. Por ella entendemos “la regulación del orden social, incluidas las economías informales o ilegales, mediante el establecimiento de instituciones formales e informales que reemplazan, complementan o compiten con el Estado y distribuyen bienes públicos (servicios sociales, justicia y seguridad)” (Mantilla y Feldmann, 2021, pág 2; Lessing, 2021). Este tipo de esquema no se condice necesariamente con altos niveles de homicidio, en tanto el orden criminal puede —en ausencia de disputas territoriales entre grupos rivales— pacificar territorios. Es relevante subrayar que los esquemas de gobernanza criminal implican un grado de colusión de agentes del Estado y de autoridades políticas, quienes muchas veces se imbrican o colaboran con estructuras y operaciones criminalizadas (Arias, 2017; Barnes, 2017, 2025; Feldmann y Luna, 2022; Magaloni, Franco-Vivanco y Melo, 2020)6.
La noción de gobernanza criminal resulta imprescindible para entender el vínculo entre crimen y democracia, algo que desarrollamos más extensamente en las siguientes secciones. En estos espacios, los grupos criminales substituyen o complementan funciones normalmente asociadas a la gobernabilidad estatal al proveer bienes públicos como seguridad, justicia e incluso asistencia social y algunos servicios (como electricidad o televisión por cable). Si bien los actores criminales no tienen agendas políticas per se, la investigación de Trejo y Ley (2020) muestra de manera persuasiva cómo estas organizaciones han entendido que el control político resulta muy conveniente para lograr sus objetivos. Tener control sobre la población y, especialmente, gozar de inmunidad frente a los efectivos del Estado, resulta óptimo para el negocio y confiere claras ventajas frente a enemigos y rivales. Por tanto, dichas organizaciones tienen fuertes incentivos para utilizar el poder (económico y coercitivo) que les da sus negocios, así como eventualmente los esquemas de gobernanza criminal que logran montar para intervenir en política.
Un reciente estudio a partir de encuestas de opinión calcula que más de 100 millones de personas viven bajo estos esquemas en América Latina (Uribe et al., 2025). A través de un procedimiento de postestratificación muestral, es posible realizar dichas estimaciones a nivel local. Los indicadores disponibles son dos: (i) el alcance de la gobernanza criminal en cada país (espacios locales efectivamente gobernados por actores no estatales); y (ii) la presencia significativa de organizaciones criminales en el territorio local, sin que necesariamente ello implique capacidad de gobernanza criminal. El gráfico 3 presenta ambos indicadores para cada país.

Como puede observarse en el gráfico 3, los niveles de gobernanza criminal varían ampliamente, siendo Brasil, Honduras, Ecuador, Costa Rica, México y Panamá los países que registran los valores más altos. Al comparar la posición de estos países respecto a la evolución de sus tasas de homicidios, es posible argumentar que la magnitud de la gobernanza criminal no necesariamente está asociada con altas tasas de homicidio ni con tendencias similares en su evolución en los últimos años. Por otro lado, respecto a la presencia de bandas criminales a nivel territorial, se observa que una mayor presencia no necesariamente se asocia con un mayor grado de gobernanza criminal. Si bien ambos indicadores se combinan en casos como Brasil (alto en ambos), o Chile, Uruguay y Paraguay (bajo en ambos), países como la Argentina, Bolivia, Guatemala y Perú presentan una combinación diferente: una amplia presencia de actores criminales coexiste a nivel territorial sin que ello genere niveles comparativamente altos de gobernanza criminal.
Tasas de encarcelamiento
Las tasas de encarcelamiento constituyen otro indicador relevante de la influencia criminal en la región, aun cuando sus implicancias son ambiguas. Por un lado, altas tasas de encarcelamiento reflejan un tipo de política contra el crimen —más o menos punitiva— que algunos países han venido aplicando. Por otro lado, la cárcel en América Latina constituye un factor criminógeno que ha sido central en el fortalecimiento de las organizaciones criminales más poderosas (por ejemplo, las bandas brasileras como el PCC y el Comando Vermhelo, el Tren de Aragua en Venezuela y las varias organizaciones carcelarias de Ecuador) (Lessing y Willis, 2019; Bergman y Fondevila, 2021).
Los datos presentados en el gráfico 4 reflejan la ambigüedad recién anotada. El Salvador registra hoy niveles altísimos de población encarcelada como consecuencia de las políticas de mano dura implementadas por varias administraciones, incluso con anterioridad al gobierno de Nayib Bukele (Luna y Guzmán, 2024). Costa Rica, Panamá y Uruguay también registran niveles muy altos de encarcelamiento, sin que estas hayan —por el momento— propiciado el desarrollo de bandas carcelarias de amplio alcance. Con similares tasas de encarcelamiento, Brasil es el país cuyas bandas carcelarias han desarrollado la organización más sofisticada a nivel nacional e internacional. Venezuela, Paraguay y Perú registran niveles intermedios de encarcelamiento. En estos casos, ya existen bandas carcelarias de alto alcance (Venezuela) o grados crecientes de organización criminal en las cárceles (Paraguay y Perú). A su vez, países con altos niveles históricos de violencia como Colombia, Honduras, Guatemala y México poseen los más bajos niveles de encarcelamiento, junto a Ecuador (un caso históricamente mucho menos violento, que ha visto recientemente el desarrollo de bandas carcelarias y una fuerte espiral de violencia) (InSight Crime, 2024a).

La dimensión de la economía ilegal e informal
Si bien no contamos con estimaciones precisas respecto a la dimensión de los mercados ilegales en América Latina, existe hoy un consenso emergente respecto al incremento del peso relativo de la actividad ilegal y el crimen organizado en las economías de la región. Más allá de su extensión actual, estimar el alcance de las economías ilegales encierra importantes desafíos y una limitación principal: la opacidad de los mercados ilegales y la concomitante ausencia de cifras confiables, dificultan calibrar con precisión su peso y dimensión real en una economía. Las pocas estimaciones disponibles para los casos de México y Colombia son sumamente parciales y no dan cuenta de la dimensión real de este fenómeno. Como la literatura ha subrayado, los mercados ilegales son variados (Bruinsma y Bernasco, 2004; Dewey, Miguez y Sain, 2017; UNODC, 2024). Dichos estudios incluyen actividades como la trata y explotación laboral y sexual de personas, el tráfico de armas, el tráfico de órganos, el sicariato, el microcrédito, la extorsión (desde el impuesto de seguridad y la “vacuna” a comercios locales, hasta el secuestro extorsivo), el tráfico de terrenos y lotes para vivienda, la explotación de productos primarios como la madera, la fruta y la minería y el tráfico de especies protegidas (International Crisis Group, 2023). El tráfico de arena, catalizado por la expansión de la industria de la construcción, constituye otro negocio que ha prosperado en Latinoamérica (Cavalari, 2024). El reportaje La noche de los caballos, ganador del premio Gabo en 2024 y que relata la operación de un enorme negocio de exportación de equinos robados desde Argentina a Europa, demuestra nítidamente la singular variedad que alcanza el negocio ilegal (Fernández Romeral, 2024). Recientemente, los grupos de crimen organizado también han incursionado de manera más sistemática en el tráfico de personas, lucrando de los crecientes volúmenes de migración en el continente (Álvarez Velasco, Gandini y Feldmann, 2024; Assman y Shuldiner, 2024). Finalmente, el cibercrimen, así como el lavado de dinero proveniente de múltiples actividades ilegales, constituyen facetas sumamente relevantes del fenómeno conocido como “crimen organizado”.
A pesar de las dificultades metodológicas que se describen, diversas organizaciones se han abocado a medir la extensión de la economía informal. A modo de ejemplo, una estimación reciente sobre la base de datos del Fondo Monetario Internacional, calcula que a nivel mundial un 11,8 por ciento de la economía corresponde a actividades informales e ilegales (Ernst & Young, 2025). Mientras tanto, a nivel de América Latina, el mismo reporte estima que las economías ilegales e informales alcanzan el 17,8 por ciento de la actividad en Centro América y el Caribe, y el 20 por ciento en América del Sur (Ernst & Young, 2025). Este valioso ejercicio ayuda a cuantificar la verdadera dimensión del fenómeno. La expansión de las economías ilegales se ha acentuado fuertemente desde el inicio de la pandemia del COVID-19 en el 2020, con el incremento de la informalidad, que ha sido penetrada por el crimen organizado (Dewey y Thomas, 2022; UNDOC, 2024). El mayor peso relativo de los mercados ilegales en la economía ha acentuado un rasgo estructural de las democracias de calidad intermedia de la tercera ola latinoamericana, cuyo funcionamiento tiene lugar en el contexto de Estados débiles y disparejos (O’Donnell, 1993; PNUD, 2004): Dichos Estados tienen baja capacidad de regulación de los mercados y un limitado poder infraestructural, tanto en términos de alcance territorial como de capacidad de ejecución de políticas públicas.
Por otra parte, las economías latinoamericanas se han caracterizado históricamente por la extensión de los sectores informales (Loayza, Servén y Sugawara, 2009; Ulyssea, 2020). La informalidad económica representa un enorme obstáculo para los esfuerzos redistributivos del Estado, en tanto afecta la recaudación y la focalización del gasto social en los sectores con condiciones sociales más precarias (Pineda Salazar et al., 2024). La expansión de mercados ilegales que hoy observamos podría considerarse meramente como la profundización de ese patrón histórico. Bajo este supuesto, el gráfico 5 presenta estimaciones disponibles respecto al tamaño de las economías informales en la región. No obstante, es importante considerar que las economías ilegales generan niveles de renta y capacidad de coerción muy superiores a los que produce la informalidad económica tradicional. En base a dichos niveles de renta, los operadores de economías ilegales no solo “evaden” la acción del Estado, sino que cuentan con recursos relevantes para condicionar al sistema político y al aparato estatal mediante la corrupción y la violencia (Dargent, Feldmann y Luna, 2017; Dargent y Urteaga, 2015).
De acuerdo con la información presentada en el gráfico 5, con la excepción de Costa Rica, las economías centroamericanas, así como las de los países andinos y Paraguay registran muy altos niveles de informalidad laboral. Colombia, México, Venezuela, Panamá, Argentina y República Dominicana, por su parte, poseen niveles intermedios de informalidad. Finalmente, Chile, Uruguay, Brasil y Costa Rica poseen los niveles más bajos en la región. La estimación más reciente, elaborada por la consultora Ernst & Young (2025) sobre la base de datos del Fondo Monetario Internacional acerca del alcance de las economías informales e ilegales, refleja una tendencia similar a la registrada por la Organización Internacional del Trabajo (OIT). El gráfico 6 presenta esa estimación alternativa y su relación con los niveles de homicidios observados en América Latina en el año 2022. Como se observa en el gráfico 6, el tamaño de las economías ilegales e informales no tiene una relación significativa con los niveles de violencia observados en cada caso, lo que nuevamente indica la complejidad del fenómeno criminal asociado a la operación de estos mercados.


Control de la corrupción
La incidencia de la corrupción constituye otro factor relevante al momento de caracterizar la situación de la región respecto a la incidencia de actividades delictivas. El crimen organizado no solo, ni principalmente, opera por vías violentas, sino que avanza consolidando pactos de protección con agentes estatales y actores políticos con capacidad de regulación sobre actividades relevantes para la actividad criminal. En América Latina se observan grados crecientes de imbricación entre agentes del Estado y agentes criminales, en modalidades que, como mencionamos, van desde la integración y la alianza hasta la simbiosis, según las categorías analíticas propuestas por Lessing (2021). Al igual que para otros indicadores analizados aquí, la corrupción implica altos grados de opacidad, lo que dificulta una estimación precisa de sus alcances en cada país.
No obstante, en los últimos años distintas organizaciones internacionales han desarrollado índices que dan cuenta de la probable extensión del fenómeno en cada caso. El gráfico 7 presenta los resultados del índice de control de corrupción desarrollado por el Banco Mundial (2024). Este índice considera los esfuerzos de los países para controlar dos tipos de corrupción relevantes por nuestro trabajo: la corrupción de alto nivel —que involucra a las principales autoridades políticas del país— y la corrupción común —que involucra el comportamiento de los agentes estatales a nivel territorial y en áreas funcionales que implican capacidad regulatoria relevante para la consecución de actividades ilegales—.

Como se observa en el gráfico 7, solamente Chile, Costa Rica y Uruguay muestran indicadores positivos respecto al control de la corrupción. Mientras tanto, Venezuela, Guatemala, Honduras, México, Paraguay y Venezuela tienen los indicadores más negativos. Argentina y Colombia también presentan una puntuación negativa, aunque levemente mejor que el grupo anterior de países.
Clasificación de países en función de la configuración observada en los indicadores analizados
Los seis indicadores analizados en las secciones anteriores dan cuenta de la dificultad de lograr una descripción unificada de las implicancias derivadas de la expansión del crimen organizado y los mercados ilegales en la región. En esta última sección, presentamos una clasificación de países construida sobre la base de la distancia entre casos, estimada al considerar los seis indicadores simultáneamente. Para lograr esta clasificación, primero se estimó la distancia euclidiana sobre la matriz multidimensional conformada por los seis indicadores (cuya varianza fue estandarizada antes de realizar el cálculo de distancias). En segundo lugar, utilizando el método de Ward, construimos un análisis de clúster jerárquico cuyo resultado presenta el dendograma del gráfico 8.

Los resultados obtenidos muestran tres grandes agrupamientos. En primer lugar, se ubican Chile, Costa Rica y Uruguay, países que en general presentan una configuración indudablemente más positiva. Sin embargo, en los tres países se observa un aumento reciente en sus tasas de homicidios y cifras preocupantes en otros indicadores, como en la tasa de encarcelamiento (Costa Rica y Uruguay en particular), así como la extensión de la gobernanza criminal y la presencia de bandas a nivel territorial (Costa Rica).
Un segundo grupo reúne países caracterizados por altos niveles de corrupción e informalidad, pero con niveles relativamente más bajos de violencia, estos son Argentina, Bolivia, El Salvador, Paraguay, Perú7 y República Dominicana. La adición de este último caso en dicho grupo se explica por sus muy bajas tasas de homicidio actuales, a pesar de que su trayectoria es similar a la de los países clasificados en el tercer conjunto. Finalmente, en ese tercer grupo se encuentran casos en los que el crimen organizado presenta mayores niveles de sofisticación, horizontes de temporalidad más largos, o tienen un nivel de poder mayor con relación al Estado —o todas la anteriores— como Brasil, Colombia, Guatemala, Honduras, México y Venezuela. Este grupo también se caracteriza por tasas de violencia y corrupción bastante altas. A estos países se suma el caso de Ecuador, cuya configuración es similar a la observada en Colombia y México, aunque con diferencias relevantes derivadas en mayores tasas de encarcelamiento y gobernanza criminal, así como por un relativamente mejor control de la corrupción.
Es indudable que el contexto descrito —de creciente influencia de actores criminales sobre las economías, tanto legales como ilegales, así como sobre las instituciones y sociedades— plantea enormes retos en distintos ámbitos (UNODC, 2022). Una arista muy importante de este problema es su impacto sobre sobre la democracia y el Estado. Cualquier análisis de este fenómeno exige problematizar una serie de supuestos que subyacen a nuestra visión convencional sobre el tema. Como indicamos en la sección anterior, usualmente asociamos crimen organizado a niveles de violencia visible (por ejemplo, a homicidios). Sin embargo, sabemos que la violencia representa un problema para las organizaciones criminales, ya que impacta negativamente la rentabilidad de su negocio. Si bien las organizaciones recurren a la violencia a menudo, estas prácticas son perniciosas para ellos. La visibilidad social que genera la violencia atrae la atención de la opinión pública y obliga a una reacción por parte de las autoridades políticas, las que comienzan a ser presionadas por la reacción de la ciudadanía (Feldmann y Luna, 2023). Tal como subraya una fuente autorizada, “el crimen que no se ve ni se siente es el más conveniente”.8
Las estructuras criminales pueden lograr la integración horizontal (desarrollando varios negocios) y la integración vertical (controlando distintas etapas de un mismo negocio), pero también pueden funcionar de forma más atomizada. Entender mejor los niveles de integración horizontal y vertical de los intercambios que ocurren en un territorio determinado es una de las claves para calibrar su “lugar” en el mapa del crimen organizado, así como el tipo de estructura criminal que desafía y coopera con agentes estatales y actores políticos en cada país (Feldmann y Luna, 2023).
¿Cómo es posible abordar, entonces, las implicancias de la expansión de mercados ilegales para los procesos electorales, la integridad de la institucionalidad democrática y la capacidad del Estado en América Latina? Con base en nuestro trabajo previo (Feldmann y Luna, 2023) sostenemos que es fundamental analizar las características y dinámicas de lo que denominamos “política criminal” o “política criminalizada.” La definimos como: “[L]a acción o actividad interrelacionada entre políticos, miembros del crimen organizado y agentes del Estado con miras a la consecución de sus agendas e intereses en materia económica, política y personal” (traducción de los autores, Feldmann y Luna 2023, pág. 2; sobre este punto ver también Barnes, 2025).
La “política criminalizada” surge como resultado del complejo entrelazamiento entre operadores del crimen organizado, agentes del Estado y actores políticos. Dichos intercambios se estructuran en función de varios elementos, a saber: (a) la incidencia de distintos mercados ilegales en cada caso nacional, así como a nivel de distintos niveles jurisdiccionales relevantes para cada tipo de negocio; (b) la estructura de dichos mercados en cuanto a sus niveles de integración vertical (si la misma organización tiende a controlar varios eslabones del negocio) e integración horizontal (si la misma organización tiende a desarrollar varios negocios ilegales en paralelo, o existe fuerte especialización productiva); (c) los niveles de cooperación interinstitucional registrados entre agentes estatales; y (d) la presencia y calado de dilemas de agente-principal9entre el poder político y los agentes estatales. En la próxima sección se elabora una serie de hipótesis respecto a cómo las distintas configuraciones de política criminal afectan al Estado de derecho y el funcionamiento de la institucionalidad democrática.
A modo de síntesis de nuestro marco analítico, la figura 2.1 presenta un esquema estilizado para analizar los intercambios propios de una política criminalizada. De dichos intercambios y su distribución entre países y a nivel de jurisdicciones subnacionales depende, por ejemplo, si la política criminalizada tiende a generar equilibrios de alta violencia, o en su defecto, si produce equilibrios de alta corrupción. En ambos casos se trata de equilibrios relativamente volátiles, en tanto disrupciones políticas o de mercado pueden disparar cambios significativos en poco tiempo. El caso de Ecuador, en los últimos años refleja ese tipo de dinámica (véase Mantilla y Rivera, 2024; mientras que el de la ciudad de Rosario, en Argentina, muestra cambios rápidos en los equilibrios predominantes a nivel subnacional (Flores y Newton, 2024).

La figura 2.2, presenta un esquema causal que explica los factores que determinan las configuraciones de política criminalizada en cada caso (nacional o subnacional) durante un período determinado. Esta configuración causal integra dos conjuntos de elementos fundamentales. Por un lado, incluye las características institucionales predominantes en el país, que definen el tipo de sistema político, la capacidad estatal y la interacción entre ambos factores (ver Feldmann y Luna, 2023). Por otra parte, considera la estructura de los mercados ilegales que operan en cada territorio, según las ventajas competitivas que cada localidad ofrece a las organizaciones criminales para desarrollar ilícitos y, eventualmente, para su integración horizontal con otros mercados legales e ilegales, así como las particularidades del ambiente criminal local.
De la interacción entre estos dos tipos de factores, cabría observar equilibrios específicos de política criminalizada, los cuales se asocian, en sus implicancias de primer orden, en términos de altos niveles de violencia, corrupción, o ambos fenómenos. Finalmente, asumimos que más allá de dichas consecuencias primarias, los tipos de política criminalizada que caracterizan cada caso también repercuten a través del tiempo, en la reconfiguración de factores político-institucionales, así como en la economía y cultura política predominante en cada contexto municipal, estatal o nacional donde incide la actividad ilegal. Se espera que dicha reconfiguración vaya generando cambios intertemporales en la estructura de la política criminalizada.
Con base en este marco analítico, la próxima sección presenta una tipología de casos nacionales respecto a los escenarios de política criminalizada observables en el período contemporáneo latinoamericano. La hipótesis que guía el análisis y, a la que retornamos al concluir este trabajo, sostiene que los esquemas de política criminalizada tienen un efecto significativo sobre diversas dimensiones de la institucionalidad democrática que conciernen a la misión de IDEA Internacional en la región.

La revisión de la literatura académica sobre gobernanza y política criminal evidencia su importante contribución al conocimiento de la naturaleza, la lógica y las características de un fenómeno complejo, del que hasta hace poco se tenía escasa conciencia. A pesar de los avances, nuestro entendimiento sobre el fenómeno es incipiente: diversos aspectos de lo estudiado continúan tratándose de manera superficial, ya que muchas preguntas de investigación relevantes no han sido tratadas de manera sistemática. Por ejemplo, aún no se han estudiado en profundidad las causas de este fenómeno, más allá de los trabajos sobre la debilidad estatal, que se refieren a ellas solo tangencialmente (Eaton, 2012; Dargent, Feldmann y Luna, 2017; Paredes y Manrique, 2021). Otro vacío en la investigación se refiere a las consecuencias de la política criminal sobre los sistemas políticos. Respecto a este último punto, trabajos recientes han aclarado la forma en que los sistemas políticos impactan la naturaleza de la gobernanza criminal. El estudio del sociólogo argentino Javier Auyero (2007) sobre los vínculos entre Estado y criminalidad —la zona gris en Argentina— así como el trabajo de Guillermo Trejo y Sandra Ley (2020), sobre las características del Estado mexicano bajo el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y su papel en la creación de zonas grises de criminalidad, constituyen aportes muy relevantes. A su vez, una nutrida literatura sobre clientelismo e intermediación ha contribuido a comprender mejor la relación que establecen partidos y líderes políticos con grupos criminales al implementar estrategias de campaña que incluyen el acarreo de votos, el despliegue de actividades de campaña o la intimidación de rivales o grupos de votantes adversos (Gambetta, 1996; Arias, 2017; Kitschelt y Willkinson, 2007; Stokes y Dunning, 2013; Holland y Palmer-Rubin, 2015). En contraste se ha estudiado mucho menos la relación inversa: ¿cómo influyen los esquemas de crimen organizado, entendidos en sentido amplio sobre la democracia?
Los pocos trabajos disponibles que abordan este tema más directamente, recalcan la influencia política de los grupos criminales (Magaloni et al., 2020; Trejo y Ley, 2020; Yashar, 2018; Durán-Martínez, 2018; Corrales y Freeman, 2024). Otros examinan, de manera más específica, por qué los grupos criminales utilizan vías electorales para perseguir sus fines y cómo su uso de la violencia y la coerción impacta a los procesos electorales (Albarracín, 2018; Arias, 2017, Ley, 2018), y, de manera más amplia, en la política (Córdova, 2019; Dal Bó, Dal Bó y Di Tella, 2006). En este sentido, una línea particularmente interesante de investigación la constituyen los nuevos trabajos que estudian la relación entre gobernanza criminal y elecciones (Trudeau, 2022). Si bien estos estudios nos dan pistas sobre la relación entre criminalidad y democracia, no dan cuenta del fenómeno en su totalidad. Por otro lado, se trata de una bibliografía que tiende a hacer foco en casos específicos, lo que impide desarrollar hipótesis más generales sobre los impactos de la nueva criminalidad en la política democrática.
Con la idea de complementar el estado del arte actual, en esta sección se identificarán someramente una serie de mecanismos mediante los cuales los nuevos esquemas de criminalidad asociados al crimen organizado afectan diversos procesos democráticos. Como mencionamos anteriormente, las características de la actividad criminal varían en cada caso y a lo largo del tiempo. Estas diferencias dependen de factores como el tipo de mercado ilegal predominante, los rasgos de las organizaciones que operan en cada territorio y el tipo de estrategia que despliegan (desde esquemas de gobernanza criminal hasta expresiones de política criminal sin presencia directa en el ámbito territorial). Por su parte, argumentamos que el impacto de dichos esquemas de criminalidad, según el caso, puede plasmarse en distintas dimensiones asociadas al régimen democrático y al Estado de derecho. Dichos impactos pueden observarse a nivel procedimental (por ejemplo, la organización de elecciones o el funcionamiento del sistema de justicia) o a nivel substantivo (por ejemplo, afectando los ideales de la representación política, la protección de derechos de ciudadanía política y civil, así como la vigencia del Estado de derecho a nivel local).
Uno de los principales impactos del crimen sobre la democracia tiene que ver con diversas expresiones de la dimensión electoral. Aunque la mayoría de los grupos criminales —en principio sus objetivos son estrictamente monetarios—, conforme amasan poder comprenden que pueden influir sobre las estructuras políticas, lo cual resulta útil para sus negocios. La elección de autoridades afines a sus intereses asegura que el Estado y su aparato coercitivo —la policía— y el sistema judicial no interfieran en sus operaciones o que incluso las promuevan de manera subrepticia (Trejo y Ley, 2020; Lessing, 2015). Como resultado, observamos la creciente intromisión de grupos de criminales y otras organizaciones armadas —como las guerrillas colombianas— en procesos electorales. Estas organizaciones usan sus vastos recursos para apoyar campañas de candidatos y candidatas que les garantizan impunidad, mientras intimidan a aquellos que se oponen a sus intereses, normalmente personas con plataformas anticrimen y anticorrupción. El financiamiento de campañas por parte de actores criminales también ha comenzado a emerger en la región como uno de los principales vectores que contribuyen a la corrupción del poder político, lo que también redunda en una erosión de la legitimidad de la institucionalidad democrática, afectando, por ejemplo, al poder judicial y a la administración de la justicia electoral (OEA, 2024a; ACLED, 2024; Insight Crime, 2024b).
Más allá de una tendencia general en que los grupos criminales buscan afectar el resultado electoral (Ley, 2018), es importante identificar a qué nivel o niveles jurisdiccionales tiende a producirse una mayor presión por estas vías sobre el sistema político. A modo de ejemplo, en contextos de crimen organizado con bajos niveles de nacionalización o cartelización, es más probable que la captura criminal de los procesos electorales tienda a producirse a nivel local. Lo mismo ocurre en contextos de gobernanza criminal, en donde el mismo grupo delictivo que controla una determinada localidad controla también sus procesos electorales. Por otra parte, en los casos donde operan grupos de crimen organizado cartelizados y organizados a nivel nacional y transnacional (históricamente Colombia y más recientemente México) es más probable observar intentos de captura del sistema político a nivel nacional.
La injerencia electoral por vía de la inversión de recursos económicos no es la única vía por la que los actores criminales inciden en los procesos electorales. La violencia contra candidatos constituye otro mecanismo central. A modo de ejemplo, en el periodo electoral 2023-2024, en México, más de 30 candidatos fueron asesinados a lo largo de la federación (Pardo, 2024). Al mismo tiempo, grupos delicuenciales con capacidad de control sobre población condicionan los votos a través de una combinación de incentivos económicos (clientelismo financiado con recursos provenientes de economías ilegales), la amenaza y el amedrentamiento de la población. En estas circunstancias se suprime de hecho el principio de elecciones libres y justas, lo que hace difícil —y sumamente riesgoso— ganar una elección para candidatos independientes o críticos de los poderes que gobiernan de facto la localidad.
Este tipo de dinámica está particularmente extendida en áreas donde los grupos criminales poseen control territorial, sobre todo en áreas rurales, o en distritos periféricos de las grandes urbes. En Sinaloa, por ejemplo, mayormente en áreas rurales, pero incluso en Culiacán (la capital del estado), el poderoso Cartel de Sinaloa impone candidatos y amedrenta a rivales y a miembros de la prensa que cubren las campañas (Trejo y Ley, 2020; Insight Crime, 2025b). Zonas en Guanajuato, Jalisco y Michoacán, entre otros departamentos, controladas por el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), muestran la misma dinámica. Algo similar sucede en regiones de Colombia como Urabá, Chocó y el oriente antioqueño, donde miembros del Clan del Golfo imponen sus candidatos (Insight Crime, 2025a). Este tipo de dinámica también se ha extendido al oriente del país en la frontera colombo-venezolana donde el ELN usa su vasto poder para elegir candidatos a ambos lados de la frontera. Aunque esta práctica es antigua, en los años ochenta, investigadores colombianos identificaron este patrón y lo bautizaron como clientelismo armado (Peñate, 1999). Su consolidación y expansión territorial se vincula a los crecientes recursos económicos y coercitivos de los grupos criminales que explotan economías ilegales en estos territorios. Miembros de las disidencias de las FARC utilizan con éxito medios similares. El fenómeno es común en Brasil, como muestra el trabajo de Albarracín (2018), y de manera creciente en Ecuador (InSight Crime, 2024c).
Otro mecanismo de injerencia del crimen organizado en los procesos electorales está asociado a la cobertura periodística de las campañas, cuando la libertad de prensa se ve coartada por amenazas y ataques a medios y a reporteros que informan sobre los vínculos de ciertos candidatos con el crimen organizado. Entre 2011 y 2020, al menos 139 periodistas fueron asesinados en Brasil, México, Colombia y Honduras por investigar temas vinculados a estos temas, muchos de ellos tras haber recibido amenazas sin obtener protección estatal (RSF, 2021). En este sentido, no solamente se afecta el proceso electoral en términos de la selección y el financiamiento de campañas, sino también, en cuanto a la limitación de libertades (de expresión y de prensa) que constituyen precondiciones básicas para el ejercicio de la ciudadanía política en una democracia liberal.
Las distorsiones que el crimen organizado introduce en el proceso electoral tienen un efecto pernicioso sobre dimensiones fundamentales de la democracia, especialmente la representación política. La intromisión de agentes del crimen organizado en el proceso electoral desincentiva la participación de quienes aspiran a un cargo de elección popular con una agenda de probidad o servicio público, debido a los evidentes riesgos que implica. Por otra parte, la representación democrática se desvirtúa en la medida en que individuos elegidos con el apoyo del crimen organizado, más que servir al electorado, sirven a los intereses particulares de estas organizaciones delictivas. En otras palabras, esta dinámica distorsiona el ejercicio de representación democrática, ya que los representantes electos no se deben a su electorado, sino a poderes fácticos que los apoyan y, muchas veces, los controlan. Esto también afecta de forma negativa el principio democrático de rendición de cuentas, ya que los representantes populares tienen claros obstáculos para servir a la comunidad: enfrentan presiones y amenazas constantes, si no priorizan avanzar los intereses de las organizaciones criminales.
Esta dinámica se observa a lo largo de diversos países de la región (Brasil, Colombia, Ecuador, México, Paraguay y Perú). El fenómeno ha comenzado a influir incluso en países con instituciones democráticas más robustas, como Costa Rica, Chile y Uruguay, donde en algunas circunscripciones municipales se han destapado esquemas de colusión entre autoridades electas y el crimen organizado (OEA, 2024b; CIPER Chile, 2021). Un corolario muy problemático de esta dinámica tiene que ver con manipulación de políticas públicas en una serie de materias, pero en particular en relación con medidas de seguridad, orden público y administración de justicia. En este tipo de contexto, los grupos de crimen organizado y otros actores armados criminalizados, imponen los términos de la gestión pública en la medida en que controlan a las autoridades electas. Esto redunda en decisiones lesivas, tanto en términos de la naturaleza de las políticas y su ejecución, como en cuanto a la utilización del presupuesto de las autoridades en temas de seguridad pública.
Esta dinámica se expresa de manera particularmente marcada en áreas bajo esquemas de gobernanza criminal, donde el poder es ejercido directamente por organizaciones criminales o bien en territorios donde un Estado impotente o corrupto delega parte de su poder coercitivo a grupos de crimen organizado (Lessing, 2021; Mantilla y Feldmann, 2021; Barnes, 2025). En esas áreas, la población puede acceder a los beneficios de la política pública —como la seguridad— únicamente mediante la intermediación de los grupos criminales. Más allá de temas de seguridad pública, el impacto también puede incidir negativamente en el suministro de otros bienes públicos. Los esquemas de gobernanza criminal muchas veces incluyen la prestación de bienes públicos como la justicia, o la asistencia material, a través de “políticas sociales alternativas” condicionadas mediante la aquiescencia y la participación en pactos de silencio que resultan centrales para la permanencia del esquema de gobierno criminal (Arias, 2017; Lessing, 2022; Mantilla y Feldmann, 2021). Los beneficiarios de planes sociales que residen en zonas de gobernanza criminal, sin embargo, a menudo son extorsionados por grupos criminales que mandan sobre el territorio, lo que obviamente genera un deterioro en el impacto distributivo de las transferencias.
Esos esquemas, alternativos a la política social convencional, suelen mejorar las condiciones materiales y de vida de la población que se encuentra bajo el control de actores criminales. La pacificación del territorio que suele acompañar un esquema de gobernanza criminal efectivo —como en el caso de São Paulo— también puede favorecer un mayor dinamismo económico y un bienestar agregado en la localidad, eventualmente impactando también sobre la distribución del ingreso10. De hecho, evidencia reciente sugiere que la discontinuidad de esquemas efectivos de gobernanza criminal genera un perjuicio significativo en la actividad económica de territorios previamente gobernados por esquemas criminales (Collins et al., 2025).
Las dinámicas recién descritas, en términos del impacto del crimen organizado sobre la institucionalidad democrática, se ilustran nítidamente en ciertas áreas de Colombia, donde grupos armados no estatales criminalizados, como el ELN,11 ejercen un control significativo sobre municipios enteros. Por ejemplo, en Arauca, departamento en el noreste de Colombia, el ELN ejerce una importante influencia sobre políticos, en lo que se conoce coloquialmente como “elenopolítica.” El ELN apoya o financia directamente a políticos, algunos de los cuales son miembros encubiertos del grupo. La guerrilla señala al candidato que se espera gane, movilizando a sus bases sociales en su apoyo. Más que una simple coerción, esta movilización con fines electorales implica negociaciones entre el ELN y las comunidades en torno a sus necesidades, incluyendo el desarrollo de infraestructura crítica —como la construcción de un hospital, una escuela o un acueducto—, que a menudo se introduce en el programa electoral oficial. Una vez elegido un funcionario público “amigo”, el ELN hace cumplir el acuerdo y supervisa su implementación. La “elenopolítica” suele lograr sus objetivos de forma encubierta, basándose en acuerdos y extorsiones. El grupo ejerce influencia directa en la formulación de políticas mediante su participación y supervisión en la asignación presupuestaria y la implementación de acuerdos electorales. Esta forma de captura del Estado se complementa con la intermediación económica del ELN entre las élites regionales, el Estado y las comunidades. En ocasiones, el grupo recurre a la violencia para castigar a quienes rechazan su injerencia en asuntos gubernamentales y administrativos y se niegan a someterse a su poder. Por ejemplo, en 2002, el ELN secuestró al exgobernador de Arauca, Héctor Gallardo, durante más de dos meses. Durante su cautiverio enfrentó un juicio revolucionario sobre las finanzas públicas del departamento: relata que, tras ser obligado a reunirse con un alto comandante (alias Felipe), fue sometido a juicio por presuntamente defender ideas antirrevolucionarias. Sin embargo, en realidad, el ELN objetó sus decisiones sobre la asignación presupuestaria (Mantilla y Feldmann, 2024).
Otra dimensión, tremendamente relevante, vinculada a elementos substantivos de la democracia tiene que ver con la perniciosa influencia que el crimen organizado tiene sobre el Estado de derecho (rule of law). El crimen organizado y su violento modus operandi vulnera de manera sistemática los derechos fundamentales de la ciudadanía. Desde la óptica del derecho internacional de los derechos humanos, estas acciones vulneran una multiplicidad de derechos: civiles (como el derecho a la vida, a la libertad y a la libre circulación), políticos (participación y libertad de expresión), así como sociales, económicos y culturales (salud, educación y vivienda). Secuestros, asesinatos, desapariciones y tortura constituyen repertorios comunes de acción de grupos armados criminalizados (Williams, 2012; Badillo-Sarmiento y Trejos-Rosero, 2025; Atuesta y Ponce, 2017; Lessing, 2015; Phillips y Ríos, 2020; Feldmann, 2024). Estas prácticas vulneran el derecho a la vida y la integridad de la población que vive bajo esquemas de gobernanza criminal o en áreas grises, donde el Estado, incapaz de proteger a la ciudadanía o coludido con dichos actores, se desentiende de su labor de protección. La acción de estos grupos también restringe el derecho al movimiento de las personas, sobre todo cuando tienen que desplazarse entre áreas donde grupos rivales ejercen el control. En el Salvador, por ejemplo, muchas personas que residían en áreas controladas por la Mara Salvatrucha, pero trabajaban en zonas bajo dominio de la MS-13, eran vistas con suspicacia: se las acusaba de ser soplones y de dar información a la banda rival, y a menudo eran atacadas. El trabajo de Cantor muestra estas dinámicas y cómo generan desplazamiento forzado (Cantor, 2014; Marston, 2020).
Particularmente problemático es el demoledor efecto que tienen las tasas de impunidad sobre la democracia. En la medida que estos crímenes y abusos no son investigados, y mucho menos juzgados, la legitimidad del sistema democrático a ojos de la población afectada se desvanece, dando lugar a un cinismo abierto que impacta negativamente al tejido social. En cuanto a los derechos sociales, económicos y culturales, las condiciones de inseguridad derivadas de la actividad de actores criminales restringen el acceso a escuelas, hospitales y otros servicios fundamentales. En Haití, por ejemplo, la ola de violencia criminal ha provocado el cierre de escuelas y ha limitado la llegada a hospitales, en ocasiones controlados por los mismos grupos que dominan la movilidad (Felbab-Brown, 2023; Global Initiative Against Organized Crime, 2022). Por otro lado, decisiones de políticas públicas influenciadas por una agenda criminal suelen desviar recursos mediante la corrupción e impedir el financiamiento de servicios sociales para la población12.
Otro efecto de la criminalidad sobre la democracia es más indirecto, pero no por ello menos nocivo. El clamor de la población por acciones estatales efectivas para combatir la violencia, el abuso y la impunidad por parte de actores criminales han alimentado una serie de procesos represivos de corte autoritario, expresados en diversas modalidades de “políticas de mano dura”. Estas han generado la erosión del debido proceso, no solamente afectando a presuntos miembros de organizaciones criminales, sino en contra de población en sectores marginalizados que termina siendo victimizada por la policía y otras fuerzas de seguridad (Fuerzas Armadas, servicios de inteligencia y grupos paramilitares). Las redadas masivas en El Salvador, realizadas en áreas marginales donde miles de jóvenes inocentes han sido detenidos y enviados al Centro de Confinamiento del Terrorismo —la cárcel de ultra seguridad construida por la administración de Nayib Bukele— en contravención de principios básicos del debido proceso, ilustran este grave problema (Luna y Guzmán, 2024). De manera concomitante, el clamor por políticas de “mano dura” han servido de subterfugio en muchos países de la región para justificar crecientes niveles de autocratización en nombre de la seguridad. Los casos de El Salvador y Ecuador ejemplifican esta dinámica. Otro ejemplo es Venezuela, en donde el régimen autoritario del presidente Maduro profundizó su ataque a los derechos civiles al expandir sus prácticas represivas —normalmente reservadas a detractores políticos— a sectores populares a través de violentos operativos policiales (Zubillaga, Hanson y Sánchez, 2022; Smilde, Zubillaga y Hanson, 2022).
Como ilustran los casos de El Salvador y Ecuador, las políticas de “mano dura” también han abierto el camino a liderazgos outsider, que prosperan electoralmente en contextos de crisis de legitimidad de la democracia y de sus principales actores, en particular los partidos políticos tradicionales. En dicho contexto, la preocupación ciudadana por la expansión de la criminalidad y la violencia eventualmente contribuye a catalizar una espiral en la que la democracia y sus instituciones pierden progresivamente legitimidad y adhesión ciudadana. A este desenlace contribuyen también escándalos políticos asociados al “destape” de arreglos colusivos y pactos entre actores políticos, agentes del Estado y actores del crimen organizado (Luna, 2024).
En esta sección, esbozamos de forma somera qué arreglos de política criminalizada han tendido a configurarse en los contextos contemporáneos en los países de la región. A efectos de ilustrar esta varianza proponemos diversos tipos ideales, conscientes de que dichas manifestaciones nunca se materializan de manera pura ni unívoca en un caso particular. La varianza subnacional, así como temporal, resulta especialmente relevante. La que presentamos se basa en los siguientes criterios. Por un lado, existen dos tipos de escenario general en términos de las implicancias de primer orden de la política criminalizada: (i) escenarios en que predomina la violencia y (ii) escenarios en los que impera la corrupción e infiltración institucional.
Como puede observarse en la tabla 1, ambos tipos de contexto generan efectos diferentes respecto a dos tipos de dimensiones relevantes para el funcionamiento de las democracias: (a) el proceso de formación de gobiernos mediante mecanismos electorales en los que las organizaciones criminales intervienen en la selección de candidatos —lo que puede implicar desde el financiamiento de campañas hasta la eliminación violenta de postulantes, así como la restricción de la libertad de prensa y expresión—; y (b) el proceso de formulación e implementación de políticas públicas, especialmente en ámbitos relevantes para la prosperidad del negocio criminal. Esta segunda dimensión compromete la vigencia del Estado de derecho en ámbitos territoriales y funcionales centrales, lo que impone restricciones fundamentales a las acciones orientadas a fortalecer la institucionalidad democrática. Entonces, ¿cómo lograr impactar positivamente en la institucionalidad democrática en un contexto en que sectores relevantes de la justicia o de las fuerzas policiales se encuentran capturados por actores criminales? Por supuesto, ambos momentos están también lógicamente concatenados, en tanto las organizaciones criminales buscan afectar el proceso de formación de gobiernos con el objetivo de obtener legislación e implementación de políticas públicas favorables.
| Proceso de selección de candidatos y financiamiento electoral | Proceso de formación e implementación de políticas públicas proclives al negocio ilícito | |
|---|---|---|
| Violencia directa | Amedrentamiento o eliminación de candidatos y obstrucción de procesos electorales y deliberativos (no hay equilibrio en competencia, ni es posible ejercer derechos civiles y políticos). | Esquemas extorsivos y captura territorial: amedrentamiento o eliminación de periodistas, líderes sociales (por ejemplo, ambientalistas), actores judiciales, destrucción de infraestructura estatal crítica. |
| Corrupción/Infiltración de las instituciones | Promoción y financiamiento de candidatos; selección negativa de candidatos mediante lawfare a través de la captura de fiscalías y del sistema judicial. | Lobby o captura del proceso legislativo/judicial; cooptación de la sociedad civil y medios de comunicación; captura de órganos autónomos y de justicia; captura de autoridades electas y de infraestructura estatal crítica. |
Por otro lado, es posible argumentar que existen distintas configuraciones de política criminalizada que pueden darse en distintos niveles jurisdiccionales e incluso en torno a arenas funcionales no territoriales como las aduanas, el sistema financiero o las fronteras. Estas configuraciones muestran afinidades electivas con escenarios específicos que tienden a promover mayores niveles de violencia o de corrupción. La tabla 2 presenta una clasificación no exhaustiva de escenarios territoriales locales y nacionales en los que predomina, de manera alternativa, la violencia o la corrupción.
| Violencia directa | Territorios donde predomina la gobernanza criminal con competencia entre bandas: Michoacán, Guerrero, Guanajuato, Veracruz (México), Catatumbo (Colombia); Haití; así como a nivel subnacional Rio de Janeiro (Brasil) o Rosario (Argentina). |
| Corrupción e infiltración institucional | Territorios en los que predomina la gobernanza criminal hegemónica: Argentina, Bolivia, São Paulo (Brasil a nivel subnacional); Nororiente antioqueño (controlado por el Clan de Golfo, Colombia); Jalisco y Sinaloa (México). Crimen “desorganizado” según nivel territorial relevante, considerando la estructura de mercados ilegales emergentes y su interacción con variables político-institucionales: Chile (a nivel municipal); Uruguay y Paraguay (a nivel partidario); Perú (a nivel de gobernadores y candidatos individuales). |
Con el objetivo de ahondar en esta descripción primaria, presentamos ahora una narrativa de la evolución de algunos mercados ilegales (especialmente aquellos asociados al tráfico de drogas) en distintos países de la región. Nuevamente, más que pretender la exhaustividad, nuestra narrativa busca dar cuenta de la heterogeneidad y dinámica que caracteriza a la política criminalizada en América Latina. Si bien resulta muy difícil sintetizar las tendencias centrales de la política criminalizada en distintos países latinoamericanos, la tabla 3 ofrece una panorámica estilizada, basada en los estudios disponibles a nivel de bibliografía secundaria, sobre un subgrupo de casos cuyos patrones de criminalidad organizada presentan variaciones significativas (para una síntesis narrativa, véase Luna, 2024). En este sentido, la tabla 3 sintetiza las configuraciones relevantes observadas en países correspondientes a los tres tipos detectados en el análisis de clúster, cuyos resultados se presentan en el gráfico 8. Brasil, Colombia, México y Ecuador pertenecían al clúster más violento; Argentina, Bolivia, Paraguay y Perú al clúster 2, caracterizado por la incidencia de amplios mercados criminales en los que predomina la corrupción por sobre la violencia; y Chile y Uruguay como casos en que los mercados ilegales han sido tradicionalmente más acotados y operan en un contexto de mayor “calidad institucional.” En la conclusión discutimos algunas de las implicancias que se desprenden de este análisis.
| País | Dinámica predominante | ¿Cambios recientes? | Variación subnacional relevante | Implicancias en la formación de gobiernos | Implicancias en la formación e implementación de política pública |
|---|---|---|---|---|---|
| Brasil | Gobernanza criminal (violencia estructural) y corrupción | No | Rio de Janeiro (más incidencia de violencia y mayor fragmentación de actores criminales) | Selección violenta de candidatos en Rio de Janeiro y escenarios similares; sembrado y financiamiento de candidatos en contextos de gobernanza criminal consolidada | Llegada de la política pública mediada por estructuras de gobernanza criminal predominantes a nivel local |
| Colombia | Gobernanza criminal (violencia estructural) y corrupción | Sí, reducción de la violencia en algunas ciudades (Medellín) aumento importante en otras urbes (Cali) | Áreas rurales, continuidad y aumento de la violencia, la coerción y control de grupos armados no estatales | Selección violenta de candidatos en zonas rurales; sembrado y financiamiento de candidatos en contextos urbanos; influencia sobre política pública | Escenarios paraestatales en zonas rurales; llegada territorial de la política pública mediada por estructuras de gobernanza criminal local en zonas urbanas |
| Ecuador | Violencia | Sí, espiral de violencia | No | Selección violenta de candidatos; financiamiento de candidatos, influencia sobre política pública | Fuertemente condicionada por competencia/colusión, territorialmente fragmentada entre bandas de crimen organizado y agentes estatales |
| México | Gobernanza criminal violencia estructural y corrupción | Sí, a partir de 2000 y 2006 ruptura de pactos de protección y aumento de la violencia | Vasta, dependiendo del tipo y poder de los actores criminales y la estructura partidaria gubernamental | Selección violenta de candidatos; financiamiento de candidatos, influencia sobre política pública | Escenarios para-estatales en zonas controladas por organizaciones criminales; llegada territorial de la política pública mediada por estructuras de gobernanza criminal en dichos contextos |
| Argentina | Corrupción | No | Rosario, espiral de violencia, y más recientemente pacificación | Financiamiento de candidatos en virtud de pacto de doble delegación (policías, política, intereses privados y operadores de mercados ilegales) | Mediada por intereses de agentes relevantes a nivel territorial, derivados del doble pacto de delegación |
| Perú | Corrupción (descentralizada) | Sí, aumento explosivo de actores criminales y violencia alimentada por mercados ilegales | No | Sembrado y financiamiento de candidatos, fuertemente descentralizado | Lobby parlamentario y acción directa de agentes de los mercados ilegales en políticas de regulación de actividades relevantes |
| Bolivia | Corrupción | No, aunque riesgo creciente a raíz de fragmentación política | No | Sembrado y financiamiento de candidatos vía organización partidaria | Lobby parlamentario y acción directa de agentes de los mercados ilegales en políticas de regulación de actividades relevantes |
| Paraguay | Corrupción | No, aunque riesgo creciente a raíz de quiebre al interior del Partido Colorado e injerencia de bandas transnacionales brasileras (PCC, CV) | No | Sembrado y financiamiento de candidatos vía organización partidaria | Lobby parlamentario y acción directa de agentes de los mercados ilegales en políticas de regulación de actividades relevantes |
| Chile | Corrupción (descentralizada) | Violencia creciente en ámbitos territoriales específicos | Frontera norte, Araucanía, periferias urbanas vs. el resto del país | Selección y financiamiento de candidatos, especialmente a nivel local | Fuertemente condicionada por competencia/colusión, territorialmente fragmentada, entre bandas de crimen organizado, agentes estatales y liderazgos locales |
| Uruguay | Corrupción (con consolidación de espirales de violencia en torno a mercados ilícitos en periferias urbanas) | Violencia creciente en ámbitos territoriales específicos | Periferias urbanas vs. el resto del país | Sembrado y financiamiento de candidatos al interior de listas pertenecientes a organizaciones partidarias | Efecto más limitado a nivel territorial y de lobby parlamentario, excepto en actividades asociadas a mercados ilegales de alta renta y baja violencia (lavado de dinero, contrabando, tráfico de grandes embarques de droga) |
Este documento traza el impacto de la expansión del crimen organizado en la democracia contemporánea en América Latina. Su objetivo apunta a desarrollar herramientas analíticas para describir un fenómeno complejo mediante una discusión empírico conceptual. El trabajo subraya la importancia de entender el proceso histórico que atraviesa la región, marcado por la profundización y expansión del crimen organizado en un contexto de debilitamiento institucional del Estado. Como se indicó, este proceso ha traído consigo un incremento marcado de la actividad delictiva, incluidas las altas tasas de violencia, el aumento de la corrupción y el deterioro de funciones públicas, no solo en materia de seguridad, sino también en la provisión de bienes públicos como la educación y la salud. Otro factor relevante asociado a esta dinámica es la aparición de diversos espacios caracterizados por la emergencia de gobernanza criminal, es decir, áreas donde el poder es ejercido por organizaciones criminales, territorios en los que un Estado impotente o corrupto delega parte del poder coercitivo a grupos de crimen organizado. Un fenómeno asociado es la emergencia de la llamada política criminal en la que el crimen organizado no solo influye en áreas de débil presencia estatal, sino también en dimensiones de la política nacional donde se entrelazan los intereses de políticos, funcionarios estatales y actores delictivos. También se muestra cómo el fortalecimiento del crimen organizado ha repercutido en el incremento del rol de industrias ilícitas y de cómo esta dinámica ha redundado en que economías informales, muchas veces criminalizadas, aumenten su peso relativo en la economía total de los países. Si bien esta tendencia es mundial, se observa con particular intensidad en la región.
En este análisis se presenta, a través de diversos indicadores, cómo este proceso se plasma de manera distinta en los países de Latinoamérica, los que agrupamos según niveles de violencia, corrupción, gobernanza criminal, entre otros factores. Aunque los casos analizados pueden ordenarse de acuerdo con la presencia de interacciones violentas o corruptas —en cuanto a la configuración de política criminalizada que predomina en un momento y territorio determinados—, la trayectoria de cada caso es fuertemente contextual. Dicha trayectoria depende de condiciones político-institucionales latentes, así como de los riesgos asociados a la activa economía política de los mercados ilegales. Con el tiempo, la expansión de las economías ilegales también deteriora la institucionalidad estatal —por ejemplo, mediante la corrupción— y la institucionalidad democrática, a través de la infiltración colusiva o violenta de ambas esferas. Más allá de las diferencias, observamos con preocupación que la región parece seguir una tendencia común hacia el acrecentamiento de dinámicas negativas asociadas al crimen organizado, muchas de las cuales empiezan a consolidarse como variables estructurales: la violencia, la corrupción y el debilitamiento institucional.
Como el informe detalla, la actividad criminal mina las bases de la democracia al alterar la competencia electoral a través de la amenaza y la coerción. Los continuos ataques a funcionarios públicos, candidatos y políticos en ejercicio, así como a la prensa que cubre la actividad política, están generando un daño incalculable a los sistemas democráticos. Sin libertad para competir en el terreno de las ideas y sin la capacidad de ejercer control sobre la función pública, para prevenir potenciales conflictos de interés y corrupción, las democracias carecen de viabilidad. La situación se ve agudizada porque, ante esquemas de gobernanza criminal, las necesidades de la población en materia de seguridad, servicios y otra serie de actividades económicas se encuentran distorsionadas por la emergencia de intereses de lucro vinculados a negocios —tanto en la economía formal como en la informal— promovidos por diversas organizaciones delictivas que operan con la complicidad, tolerancia o protección de los agentes estatales.
Por otro lado, más allá de los mecanismos aquí analizados, la expansión de las economías ilegales también ha generado efectos electorales masivos en América Latina. La centralidad del problema de la seguridad como eje de la competencia electoral, sumada al desgaste de los sistemas de partidos tradicionales, ha abierto oportunidades para la irrupción de outsiders exitosos en el ámbito electoral. Al prometer “mano dura”, estos liderazgos outsiders terminan deteriorando la calidad de la gobernanza democrática, como muestra con claridad el caso actual de El Salvador, al tiempo que tienden a producir una escalada simultánea de la violencia y la corrupción (ver Lessing, 2017).
A pesar de que las economías ilegales se han vuelto cada vez más centrales en la actividad económica de la región, carecemos de estimaciones precisas sobre su alcance, evolución y grado de integración —tanto vertical como horizontal— con las economías legales e ilegales. Tampoco contamos con indicadores comparativos que midan los grados de infiltración de la economía ilegal en la institucionalidad estatal y en los actores centrales del proceso democrático. Esta carencia restringe la posibilidad de ir más allá de una discusión estilizada sobre los mecanismos teóricamente vinculados a las consecuencias institucionales de la expansión de los mercados ilegales en América Latina. Por ello, resulta necesario coordinar esfuerzos orientados a construir métricas e indicadores comparativos que permitan afinar el análisis y desarrollar políticas de incidencia frente a los efectos que la expansión de estos mercados genera sobre la institucionalidad democrática y estatal.
El análisis también muestra que, aunque en el corto plazo la expansión del crimen organizado y de las economías ilegales puede generar dinamismo económico y mejoras en el bienestar agregado, los múltiples mecanismos asociados a las trampas de desarrollo trunco, descritas en este trabajo, sugieren que sus efectos de largo plazo son fuertemente negativos. En particular, se ha enfatizado la interacción entre la expansión de los mercados ilegales y dos momentos clave para la institucionalidad democrática: la formación de gobiernos y la formulación e implementación de políticas públicas.
Ante la gravedad del problema y sus efectos sobre la democracia y el bienestar de América Latina, organismos intergubernamentales —como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, la Organización de Estados Americanos y la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito— han comenzado a investigarlo y a elaborar planes de contingencia para enfrentarlo. Este breve informe comisionado por IDEA Internacional se ha enfocado en conceptualizar los efectos que la expansión del crimen organizado genera sobre el funcionamiento de la institucionalidad democrática y el Estado de derecho en la región.
Recomendaciones desde IDEA Internacional
Como se analiza en este informe, la presencia del crimen organizado en América Latina y el Caribe es un fenómeno de larga data, agravado por factores estructurales de carácter social, económico y político. En la actualidad, el impacto de las economías ilícitas, la corrupción y la violencia —que debilitan el Estado de derecho y a los procesos e instituciones democráticas— se ha convertido en la principal preocupación de la ciudadanía y los gobiernos en la región. A pesar de ello, prevenir su irrupción o disminuir su impacto sigue siendo un desafío que no tiene soluciones simples ni unívocas. No obstante, la experiencia comparada muestra que sí es posible promover enfoques y políticas públicas que permitan fortalecer la capacidad de los Estados y las sociedades para enfrentar estos fenómenos, protegiendo y no debilitando las democracias en el proceso.
Un punto de partida es comprender a la criminalidad como un fenómeno político, económico y social de índole estructural que va más allá de las acciones ilícitas en sí mismas, abarcando dinámicas profundamente arraigadas en las desigualdades, la fragilidad institucional y las relaciones informales en aquellos territorios donde la presencia del Estado es débil, o ha sido corrompida (Feldmann y Luna, 2023). Por esta razón, los paradigmas punitivos han exhibido reiterados fracasos pese a sus momentos de popularidad en las encuestas (Lessing 2017a), poniendo en evidencia la necesidad de una estrategia integral que combine contramedidas estructurales con respuestas de corto plazo orientadas a la protección y mejora de la calidad de vida de las personas.
En este sentido, la seguridad debe entenderse como un componente fundamental de la democracia, un derecho humano básico, puesto que sin un entorno seguro las personas no pueden desarrollar libremente sus proyectos de vida ni las actividades esenciales para su bienestar. Ello implica abordar la criminalidad en toda su complejidad, lo que requiere hacer uso de la fuerza pública del Estado desde un marco de respeto irrestricto a los derechos humanos, las garantías judiciales y la adecuación a los límites constitucionales frente al abuso del poder político. El propósito de la seguridad es el bienestar de las personas, por eso es imposible hablar de una mejora de la seguridad a costa de sus garantías de ciudadanía. Un Estado que utiliza el combate al crimen como justificación para debilitar el Estado de derecho o expandir mecanismos de control sobre la vida cotidiana de los ciudadanos puede resultar tan o más dañino para la ciudadanía que las propias organizaciones criminales.
El llamado es a cuidar que las políticas, narrativas y propuestas en pro de la seguridad no se utilicen para perseguir a disidentes, a la oposición, a medios de comunicación y periodistas, a defensores de derechos humanos, a grupos específicos de la sociedad —como los hombres jóvenes— o a la población en su conjunto. Estas prácticas terminan por socavar la democracia, debilitar los contrapesos entre poderes, erosionar el Estado de derecho y deteriorar el ejercicio de los derechos humanos.
La función garante de la seguridad del Estado debe ir más allá de la función coercitiva, fortaleciendo la legitimidad estatal, la cohesión social y el acceso equitativo a la justicia (PNUD, Fundación Carolina, IDEA Internacional y SEGIB, 2024). Esto exige políticas preventivas, inversión social focalizada en territorios de riesgo, profesionalización policial, mejora tecnológica, inteligencia estratégica, participación ciudadana, coordinación interinstitucional y cooperación internacional.
El objetivo de esta agenda es atacar al crimen en sus operaciones actuales, al tiempo que busca erradicar las condiciones que permiten su proliferación. No obstante, cada país requiere adaptar este enfoque a sus propios contextos y traducir sus lineamientos en planes concretos de acción. En este marco, el análisis de experiencias comparadas resulta valioso, ya que ofrece indicios sobre qué tipo de respuestas institucionales frente al avance del crimen organizado son más efectivas, cuáles tensiones o dilemas plantean y qué capacidades se requieren para implementarlas.
En la región existen experiencias históricas exitosas de disminución de la violencia y combate al crimen organizado, aunque en la mayoría de los casos se trata de esfuerzos circunscritos a ciudades durante periodos de tiempo acotados —como Medellín, Bogotá o Ciudad de México—. Aun así, es posible extraer lecciones desde una perspectiva democrática de dichas experiencias así como de las recomendaciones de organismos multilaterales y especializados en la materia. Los pilares de tal enfoque son el fortalecimiento sustantivo de las funciones del Estado, la participación ciudadana en la definición, implementación y evaluación de políticas, y la articulación entre niveles de gobierno y actores sociales, incluidas comunidades organizadas, sociedad civil y sector privado (Ruíz, Cerón, Otárola, Cortés y Rodríguez, 2023; Blattman, Ortega, Green y Tobón, 2016). No existen recetas infalibles frente a un fenómeno cambiante y con gran capacidad de adaptación a nuevas formas de control y persecución, como el crimen organizado. Sin embargo, avanzar en estas políticas puede maximizar el impacto de los esfuerzos destinados a su contención y transformación (PNUD, Fundación Carolina, IDEA Internacional y SEGIB, 2024).
De este modo, proponemos algunos lineamientos para guiar esta misión:
- Fortalecer la presencia estatal en territorios de riesgo: La presencia estatal en zonas controladas por el crimen organizado debe ir más allá del despliegue policial. Debido a que este se fortalece en zonas en que el Estado es débil o ausente en el cumplimiento de sus funciones, enfrentar su expansión requiere recuperar el espacio público a través de inversión sostenida en infraestructura, servicios básicos públicos y privados, justicia local y gestión municipal (UNODC, 2018). Es fundamental garantizar una provisión equitativa de bienes y servicios, con un enfoque redistributivo, para reforzar el vínculo entre ciudadanía y Estado. Asimismo, deben fortalecerse las capacidades de los gobiernos locales puesto que la sostenibilidad de los programas depende en gran parte de las condiciones institucionales y de su arraigo en la comunidad, cuyo involucramiento es necesario para lograr un impacto real de las medidas (Dammert, 2017).
- Coordinar esfuerzos interinstitucionales y de cooperación público–privada para una seguridad democrática: El abordaje efectivo del crimen organizado requiere una gobernanza capaz de articular los niveles de gobierno —nacional, regional y local— con la sociedad civil, el sector empresarial y otros actores clave del ecosistema democrático en espacios permanentes de diálogo interinstitucional y multiactor para la toma de decisiones (Alcocer, 2025). Un ejemplo son las comisiones electorales en Colombia, que reúnen autoridades electorales, fuerzas de seguridad, partidos y sociedad civil. Estos espacios permiten implementar planes conjuntos con enfoque de derechos para la prevención de riesgos en contextos de alta conflictividad como el Plan Nacional de Garantías Electorales (MOE, 2024).
- Fortalecer la cooperación internacional e intrarregional: También es esencial profundizar la cooperación internacional. El crimen organizado se mueve y opera de manera transnacional y el tráfico ilegal de drogas, materias primas, armas o personas, son áreas y estrategias clave en sus operaciones. Por ello, nunca será posible erradicarlo a través de respuestas nacionales aisladas. Su enfrentamiento implica la cooperación entre Estados e instituciones a través de estrategias supranacionales, particularmente entre países que comparten fronteras, territorio marino, cuencas o ecosistemas. Para ello, se requieren de alianzas estratégicas con plataformas como Ameripol y EL PAcCTO, con instituciones multilaterales como la OEA y Naciones Unidas, así como con de desarrollo como el BID, la CAF y el Banco Mundial, a fin de acceder a asesoría técnica, financiamiento y apoyo operativo. Estas instancias facilitan la coordinación de acciones conjuntas, asistencia legal mutua y la armonización normativa frente al crimen transnacional. En esta línea, la cooperación entre países ha permitido operaciones conjuntas exitosas frente a diversos delitos, entre ellos la pornografía infantil (Sin Fronteras II), el tráfico de vida silvestre (Auratus), la minería ilegal (Operación Mercurio) y el tráfico de armas (Trigger VI), además de las agendas de la persecución del lavado de activos impulsadas por UNODC.
- Políticas de seguridad basadas en evidencia: La toma de decisiones no puede guiarse por discursos ideológicos que privilegian el efectismo mediático y la incidencia político electoral por sobre soluciones eficaces de política pública. Los contextos de alta polarización, el impacto de redes sociales y la prevalencia de la desinformación han contribuido a impedir la discusión de soluciones de largo plazo y políticas de Estado, en favor de recetas simplistas y, a menudo anticuadas, que contribuyen al malgasto de recursos públicos en operaciones sin sustento técnico adecuado. La sobreinflación de propuestas punitivas es uno de los factores que está incidiendo en el debilitamiento del Estado de derecho, la libertad de prensa y el respeto de los derechos humanos en la región (IDEA Internacional, 2025; RSF, 2025).
Para avanzar en el diseño de políticas eficaces contra el crimen organizado y las economías ilícitas, es indispensable contar con diagnósticos basados en evidencia científica que identifiquen los problemas y sus causas. A ello debe sumarse el análisis de propuestas de políticas previamente evaluadas y una planificación detallada de medidas integrales, dotadas de presupuesto y con mecanismos susceptibles de evaluación. En este proceso, resulta crucial aprovechar tecnologías como la georreferenciación, la inteligencia artificial, el análisis de redes y el big data para focalizar los esfuerzos (Mugari y Obioha, 2021), combinándolas con metodologías mixtas que posibiliten elaborar diagnósticos rigurosos de los territorios en riesgo para el diseño de intervenciones efectivas. Asimismo, es necesario implementar sistemas de monitoreo y evaluación que faciliten ajustes continuos a las acciones, con el fin de mejorar su impacto (Pawson, 2006; Klose, 2024). - Construir narrativas democráticas de seguridad: Garantizar la seguridad es una obligación del Estado y un derecho humano fundamental. Para ello, es clave construir narrativas democráticas que reconozcan que vivir en paz no requiere sacrificar derechos ni optar por soluciones autoritarias. La polarización del debate público sobre la seguridad debilita la deliberación basada en la evidencia y abre la puerta a medidas extremistas o ineficaces que conviene evitar. La promoción de espacios de diálogo seguros, con la participación de actores políticos, técnicos, comunitarios y de víctimas, permite desarticular visiones binarias y enfocar la atención en la solución de los problemas colectivos, en lugar de en la disputa política polarizada y cortoplacista. Por ello, una agenda de seguridad debe incorporar procesos de dialogo y participación comunitaria de manera permanente. La democracia debe ser un consenso mínimo sobre el cuál se pueda construir una voluntad política sostenida (PNUD, Fundación Carolina, IDEA Internacional y SEGIB, 2024).
- Políticas sociales con foco en población de riesgo: América Latina enfrenta una trampa de desigualdad que limita oportunidades y debilita la cohesión social. Invertir en políticas sociales no es solo un mero complemento, sino una estrategia de desarrollo con repercusiones directas en la seguridad. Mejorar la calidad de vida en comunidades vulnerables reduce los factores de riesgo que el crimen organizado explota. Por ello, se deben impulsar estrategias de prevención social con enfoque territorial que aborden las causas estructurales de la violencia, como la exclusión, la pobreza o la falta de acceso a servicios (PNUD e IDEA Internacional, 2025). Esto requiere de programas integrados que combinen políticas efectivas de cuidados, educación, empleo, salud mental, cultura, deporte y urbanismo social, con participación comunitaria. Su efectividad depende de su continuidad y de la apropiación local.
- Aplicar un enfoque de género a la seguridad democrática y con foco en la construcción de masculinidades: Las mujeres y niñas son víctimas recurrentes de la violencia asociada al crimen organizado, tanto en el ámbito público como en el privado. Aquellas que se involucran en la política o en espacios de liderazgo social enfrentan formas específicas de agresión que buscan silenciarlas, debilitarlas o excluirlas de los espacios de poder. Estas incluyen amenazas, hostigamiento, discriminación simbólica y agresiones físicas o psicológicas, todas ellas vulnerando o sus derechos fundamentales (UNODC, 2023a).
Por otra parte, los niños y los hombres jóvenes pobres son la población más vulnerable que reclutar, por bandas y organizaciones criminales (UNICEF, 2023). El 81 por ciento de las víctimas de homicidio a nivel global corresponden a hombres y niños, siendo esta la causa de muerte más común entre jóvenes de 10 y 19 años en América Latina y el Caribe (UNODC 2023a; UNICEF, 2023). Los hombres también representan la abrumadora mayoría de la población carcelaria, alcanzando el 94 por ciento (UNODC, 2025). No será posible contener el avance de la criminalidad sin romper el círculo vicioso entre masculinidades tóxicas, falta de oportunidades económicas y violencia. Se requieren diagnósticos adecuados, transformaciones estructurales a modelos de desarrollo que permitan inserción laboral y perspectivas de vida para los y las jóvenes.
Es por ello, que resulta urgente incorporar un enfoque de género en las estrategias de seguridad que permita identificar y responder a estos riesgos de forma diferenciada para niñas, niños, jóvenes, hombres y mujeres, tomando en cuenta sus condiciones de vida, oportunidades y proyecciones de futuro. - Reformas al sistema judicial y modernización del enfoque penitenciario: Frente a la complejidad del crimen organizado y el uso de redes financieras trasnacionales y tecnologías avanzadas, el Estado debe fortalecer su capacidad técnica, analítica y operativa. Ello requiere un sistema judicial con facultades para investigar con celeridad, pero al mismo tiempo independiente y respetuoso de las garantías y derechos fundamentales. Por esto, es importante revisar los sistemas de nombramientos para blindar a las instituciones frente al riesgo de captura, modernizar la gestión para agilizar tiempos de respuesta y disminuir burocracia e impunidad, así como crear unidades o fiscalías especializadas para enfrentar el crimen organizado, con especial atención al lavado de activos, la trata de personas y el combate a la corrupción.
La principal estrategia de combate al crimen en América Latina y el Caribe ha estado marcada por un enfoque punitivo que ha originado un aumento progresivo de las penas privativas de libertad. En la última década, la tasa de encarcelamiento de la región aumentó en un 76 por ciento (BID, 2020). Pese a ello, las cárceles continúan siendo espacios de reproducción de la violencia y el delito, dentro y fuera de sus rejas. Por lo tanto, es urgente poner las políticas penitenciarias en el centro del combate contra el crimen (Lessing, 2017b). Esto conlleva implementar programas de reinserción efectivos, mejorar infraestructura para inhibir el contagio criminológico, reforzar la inteligencia penitenciaria y profesionalizar al personal de atención.
Ante el crecimiento explosivo de la población carcelaria y sus consecuencias, como el hacinamiento crítico, es urgente aplicar modelos integrales como los promovidos por organismos internacionales, que combinan protocolos sanitarios, tecnologías seguras, gestión moderna y espacios alternativos a la prisión tradicional (Cedillo y Villa, 2023). - Debilitar el poder financiero del crimen organizado: Las políticas de seguridad deben seguir el dinero, enfocándose en quienes son los receptores últimos que se enriquecen con el crimen y no solo en quienes ocupan lugares inferiores en las cadenas productivas criminales. Para ello, es crucial fortalecer la inteligencia financiera para debilitar las estructuras económicas que sostienen al crimen organizado. Esto requiere el desarrollo de unidades especializadas en el rastreo de capitales ilícitos, como las Unidades de Análisis Financiero ya existentes en varios países de la región, con autonomía técnica, acceso oportuno a información y capacidad para detectar operaciones de lavado de activos, incluso aquellas vinculadas al uso de criptomonedas (Akartuna, Johnson y Thornton, 2024; Lowe, 2017). El rol del sector privado, de bancos y otras instituciones financieras es central: deben ser parte de mesas de trabajo, colaborar con iniciativas públicas y alertar tempranamente sobre movimientos financieros irregulares. En este marco, las estrategias de recuperación de activos no solo deben ser priorizadas por su efecto disuasivo, sino también como mecanismos de reparación frente a la apropiación delictiva de recursos públicos.
- Proteger procesos, actores e instituciones electorales de la penetración del financiamiento ilícito: Los sistemas de regulación del financiamiento de la política en América Latina y el Caribe fueron diseñados para asegurar la transparencia, una competencia equilibrada entre distintos actores políticos y evitar la influencia desmedida de intereses privados en la esfera pública. Sin embargo, ni las reglas ni las instituciones electorales tienen la capacidad de contener la infiltración de intereses y financiamiento criminal en las campañas y en el ejercicio de la política. Hoy, en distintos países y territorios, la incidencia del crimen organizado en la política es evidente, ya sea mediante la intimidación y la violencia, el financiamiento de campañas, la compra de votos, la cooptación y corrupción de gobiernos y autoridades, o la sustitución de funciones del Estado para proveer bienes y servicios. Por eso, es imprescindible implementar sistemas de fiscalización patrimonial y financiera que incluyan auditorías obligatorias a las candidaturas —como el pasaporte político—, transacciones bancarias trazables y sanciones efectivas ante aportes irregulares (El Diálogo e IDEA Internacional, 2025).
Esta agenda requiere una acción concertada de distintas instituciones del Estado; no puede ser impulsada solo por órganos electorales. Debe contar con la participación de entidades responsables de recaudación de impuestos, persecución de lavado de activos, fiscalías, entidades especializadas que combaten la corrupción, el poder judicial y las policías, entre otras. - Involucrar a legisladoras y legisladores, y a los partidos políticos, en soluciones efectivas de seguridad: La separación de poderes en sistemas presidenciales, sumado a la creciente fragmentación de los sistemas de partidos, implica que la mayoría de los presidentes en la región no cuentan con mayorías sólidas para impulsar sus agendas (Pérez-Liñán, Schmidt y Vairo, 2023, Llanos y Nolte, 2016). Sin embargo, los poderes legislativos son los espacios de deliberación democrática por excelencia, y su rol en aprobar leyes para mejorar la seguridad con enfoque de derechos humanos y que cuiden la democracia es clave. Más aún, su papel es fundamental en la difusión de narrativas y discursos que puedan apoyar agendas antidemocráticas o, en su defecto, de seguridad desde la democracia, especialmente en contextos de alta polarización política. Por ello, que es esencial trabajar para involucrar activamente a legisladoras y legisladores, así como a partidos políticos, en discusiones que sitúen la seguridad como derecho humano central, promoviendo diálogos entre el mundo académico y especialistas con actores políticos, en entornos seguros que no sean utilizados para disputas mediáticas. De la misma manera, se debe fortalecer la asistencia técnica y el conocimiento basado en datos en las discusiones legislativas.
- Fomentar la participación ciudadana: La fiscalización activa desde la sociedad civil especializada contribuye a mejorar la transparencia, adaptar las políticas a las realidades locales y reforzar el control democrático sobre la acción del Estado en materia de seguridad (Przeszlowski y Crichlow, 2018). Por eso, las políticas de seguridad deben incorporar activamente a la ciudadanía en su diseño, implementación y evaluación (Domínguez y Montolio, 2021). Para ello, es clave establecer mecanismos de participación, como mesas de codiseño, observatorios ciudadanos y auditorías sociales. Ejemplos como la política de Silla Vacía en Ecuador, el Plan Cuadrante en Chile y modelos de policía comunitaria, como el de Chicago, muestran cómo la colaboración con la comunidad fortalece la legitimidad y la eficacia de las intervenciones.
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Juan Pablo Luna es el Profesor Titular Inaugural de la Cátedra Diamond Brown en Estudios Democráticos en el Departamento de Ciencia Política de la Universidad McGill y Profesor (visitante) en la Escuela de Gobierno de la Universidad Católica de Chile. Su trabajo se centra en la política comparada latinoamericana e investiga cómo las condiciones socioestructurales—como la desigualdad social y la capacidad estatal—moldean las instituciones democráticas y las trayectorias de desarrollo. En años recientes, ha examinado cómo las dinámicas del crimen organizado están transformando la política, los Estados y los mercados en América Latina. Su proyecto de investigación actual, financiado por la beca Harry Guggenheim para Académicos Distinguidos (2024–2026), analiza cómo los “shocks” del crimen organizado reconfiguran la economía política de sistemas de partidos previamente institucionalizados y de instituciones estatales de alta calidad en las democracias más consolidadas de América Latina—Chile y Uruguay. Este trabajo da continuidad a su investigación previa sobre la economía política del crimen organizado en Chile, Paraguay, Perú y Uruguay contemporáneos, coautoría con Andreas Feldmann en Criminal Politics and Botched Development in Contemporary Latin America (Cambridge University Press, 2023).
Andreas E. Feldmann es Profesor Titular y director del Departamento de Ciencia Política e investigador principal del Núcleo de Investigación sobre Migración Global en la Universidad de Illinois, Chicago. Trabaja en el área de Relaciones Internacionales en temas que incluyen seguridad internacional, violencia política y terrorismo; política criminal, migración forzada y política exterior. Es el autor de Repertoires of Terrorism in Civil War: Hybrid Identity and the Production of Inhumanity in Colombia (Columbia University Press), coautor junto a Juan Pablo Luna de Criminal Politics and Botched Development in Contemporary Latin America (Cambridge University Press, 2023.) Feldmann es Doctor (PhD.) en Ciencia Política por la Universidad de Notre Dame con un postdoctorado en el Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Chicago.
- Sobre el fenómeno del nuevo crimen organizado en Europa (y sus ramificaciones en el Medio Oriente) ver Johnson, Nilsson y Baker, 2024.
- Estos grupos se crearon con posterioridad a la firma de un Acuerdo de Paz entre las FARC y el Gobierno colombiano en 2016.
- En este sentido, el caso de México ilustra la tendencia regional. En el 2024, los principales grupos delictivos organizados incluyen Sinaloa, Los Zetas, Tijuana/AFO, Juárez/CFO, Barrio Azteca, Beltrán Leyva, Golfo, La Familia Michoacana, los Caballeros Templarios, Fuerza Auto Unión, Jalisco Nueva Generación, Cartel del Noreste, Cartel de Caborca, Santa Rosa de Lima y Unión Tepito. Reportes de seguridad indican que en el país existen 175 organizaciones criminales de menor envergadura que operan a nivel local, muchas de las cuales son subcontratistas de los grupos delictivos organizados más poderosos (International Institute for Strategic Studies, 2024).
- Véase: <https://www.unodc.org/toc/en/crimes/organized-crime.html>.
- Véase: <https://terceradosis.cl/2023/12/01/chile-en-su-momento-punitivo>.
- Lessing distingue tres formas de relación entre organizaciones criminales y agentes del Estado: integración, alianza y simbiosis. Integración se refiere a situaciones en las que organizaciones criminales penetran instituciones del Estado y las vehiculizan para conseguir sus objetivos. Esta dinámica hace difícil distinguir los contornos entre el Estado y el crimen. En casos de alianza, el Estado utiliza agentes criminales en la consecución de sus objetivos y los tolera porque le son útiles, pero permanece como un ente autónomo. La simbiosis, por último, implica la coexistencia y entrelazamiento del Estado y grupos criminales que cesan de ser entidades autónomas al desarrollar dependencia mutua, aun si sus intereses son disímiles (Lessing 2021, págs. 14-15).
- Durante el 2025, Perú ha registrado una oleada de violencia preocupante que augura que el equilibrio existente y las tasas moderadas de violencia criminal podría romperse dando lugar a una espiral de violencia (Deutsche Welle, 2025).
- Entrevista de los autores con el secretario de seguridad de una gran urbe mexicana que pidió anonimato.
- Por principal y agente la literatura se refiere a la relación entre jefe y subalterno y a la dinámica propia relativa a la delegación de funciones en una situación de jerarquía.
- Sobre el caso de São Paulo, véase Feltran (2010).
- También El Clan del Golfo, las disidencias de las FARC y otros grupos de menor envergadura.
- Exposición de Jan-Michael Simon (Max Planck Institute) en el seminario “Crimen organizado, corrupción y derechos humanos: avances y desafíos para el Sistema Interamericano de Derechos Humanos”, Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Fundación para el Debido Proceso, Washington DC, septiembre 2024.
IDEA Internacional agradece a los autores Juan Pablo Luna y Andreas Feldman, por su dedicación a la recopilación, elaboración y edición de partes de la presente investigación. Este agradecimiento se hace extensivo a Marcela Ríos Tobar, Nicolás Liendo y Marcelo Vera, quienes elaboraron las recomendaciones institucionales y contribuyeron con sus revisiones y comentarios. Kevin Casas Zamora preparó el prólogo y revisó el documento, Yukihiko Hamada y Khushbu Agrawal también contribuyeron con revisiones y comentarios. Lisa Hagman y Tahseen Zayouna, del equipo de Publicaciones de IDEA Internacional, supervisaron la producción de este documento.
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